Lunes, 10 de junio de 2024. Por fin empiezo este proyecto, tantas veces expresado, de llevar un diario. Un nuevo gesto de grandilocuencia, que se suma a todo mi historial. Incluso a mi nombre. A pesar de que mis pobladores proceden de África, y aunque mi cultura se originó en el Medio Oriente, tengo la soberbia de llamarme el Viejo Continente. Pero pongámonos manos a la obra.
Como ayer estuve de elecciones, he pegado en esta primera página la lámina del famoso cuadro de Delacroix titulado La libertad guiando al pueblo. Además de pintar, Delacroix también llevaba un diario, y ha sido esto lo que me ha animado a imitarle, ahora, que dicen que ya no pinto nada.
Al principio, La libertad guiando al pueblo tenía el nombre de La barricada; pero, luego, el pintor se lo cambió. Prefirió la épica a lo genuino. Barricade es una palabra muy francesa, como promenade, o mascarade, o charade. De todas las cosas que, desde siglos atrás, los revolucionarios acostumbraban a poner en medio de la calle para parapetarse ante las tropas, por ejemplo, carretas vueltas del revés, adoquines arrancados o los muebles de sus casas, fueron las barricas, los toneles, los que dieron su nombre al todo. Esto es porque dentro de cada francés hay un tonelero. Basta con fijarse en Obélix, no sólo en su aspecto, sino en su biografía. Ya, muy de pequeño, se cayó en una marmita.
En La libertad guiando al pueblo, la pintura se convierte en fotoperiodismo, pues en el lienzo está representada la revolución de aquel mismo año, 1830, que acabó para siempre con la monarquía de los Borbones, en Francia. Burgueses con fusiles y levita, y obreros con sables, se levantan mano a mano en esta pintura, en esta crónica de París. El niño que vemos llevando dos pistolas inspiraría a Victor Hugo, treinta años después, el personaje de Gavroche, en su novela Los Miserables, donde también se recoge este mundo y este momento. La literatura es un elefante al lado de la pintura, y por eso avanza más despacio. Las cosas primero se ven, y luego se cuentan. Pero esto no es porque el novelista tarde más en comprender. O quizá sí. Esto es porque el escritor solo comprende recordando. La novela es una forma de memoria.
Lo mismo que después de una juerga tremenda, intento comprender mediante este diario lo que me sucedió ayer, domingo de elecciones en mi nombre. Delacroix la llamó libertad, pero lo que pintó fue una barricada. Antes, también lo había hecho Goya en su serie Los desastres de la guerra. Me refiero a ser cronista, me refiero a mostrar el pueblo. Pero, aunque uno y otro se rebelan, son dos pueblos diferentes. En el pueblo de Goya, no hay una libertad para guiar a nadie. Sobre los montones de muertos, no se yergue la libertad, contrariamente a lo que sucede en el lienzo de Delacroix.
En estos aguafuertes de Goya solo se ve desesperación, y la desesperación es siempre ciega. Avanza a tientas, y lo que roza todo el rato con sus dedos es el dolor que la rodea, es decir, el propio dolor. No hay esa oscuridad en Delacroix, con él todo pasa por el color. Por ejemplo, en este cuadro, es indispensable que se distinga claramente la bandera azul, blanca y roja, la insignia de la revolución, con que la Libertad guía a obreros y burgueses. Además, alguien ha puesto otra bandera tricolor en una de las torres de la catedral de Notre Dame, y así aparece, minúscula, en el fondo de esta pintura. El novelista inglés Julian Barnes señala la utilización moral del color en Delacroix (Con los ojos bien abiertos. Ensayos sobre arte, Anagrama, 2018).
Resulta típicamente europeo que un inglés, secuestrado por el Brexit, adore la pintura francesa. Al igual que la novela El poder cambia de manos (también llena de barricadas, también un canto a libertad), obra del polaco CzesÅaw MiÅosz, asimismo la cultura cambia de manos sin parar.
Por ejemplo, la máscara que fue emblema de los hackers de Anonymous se exhibía en las elecciones de ayer dentro del logotipo de la candidatura española de extrema derecha Se Acabó La Fiesta. Esa máscara hace alusión a algo que sucedió hace más de cuatrocientos años en Inglaterra, la conspiración de la pólvora, en la que el integrista católico Guy Fawkes intentó volar el palacio de Westminster, sede del parlamento en Londres. No lo consiguió, fue apresado y se suicidó momentos antes de su ejecución. Los protestantes conmemorarían el fracaso del católico con una fiesta anual, y así se instauró la celebración de la noche de Guy Fawkes, con petardos y fuegos artificiales. La cultura cambia mucho de manos.
En 1982, Alan Moore, el guionista más innovador en muchas generaciones, inició la serie de cómic V de Vendetta, donde contaba la historia de Fawkes, y fue el dibujante, David Lloyd, quien diseñó la máscara tal como la conocemos. La versión cinematográfica, en 2005, la haría más famosa todavía. De ahí la tomaron los activistas informáticos y, en España, la máscara acabó frecuentando las plazas del 15 M. Volvería a cambiar de manos, para fundirse con el rostro de Dalí (un pintor tan surrealista que nunca se enfrentó, ni criticó, la dictadura franquista, cuyos secuaces habían fusilado a su mejor amigo, el poeta García Lorca), y, así, una parodia de esta máscara protagonizó la serie de Netflix La casa de papel.
En esa serie, la máscara aparecía acompañada del himno de la resistencia antifascista italiana, Bella Ciao. Como la canción era pegadiza, acabó sonando en los bares musicales de toda España, y una vez quisieron pincharla en un fin de acto del partido de ultraderecha Vox, pero los militantes protestaron. Demasiado pronto para apropiársela. Por su parte, la máscara no tuvo fuerzas para salvarse del apropiacionismo ultra. Venía de otra guerra. Había nacido representando a un fundamentalista católico de York, del siglo XVII, ya lo he escrito antes; por eso no me sorprendí cuando ayer la vi incrustada en el logotipo de un partido de la extrema derecha española. No por la ilación entre católicos y ultraderecha, sino porque el nombre de ese partido, Se Acabó La Fiesta, casaba con el carácter de fiesta, de baile, de celebración, que había impregnado a la máscara en la serie La casa de papel.
Porque la frase “se acabó la fiesta” no significa que se acabe la fiesta de nadie, sino que empieza la propia. La fiesta de la ultraderecha consiste en que no pueda celebrarse más fiesta que la suya. Desde su punto de vista, España es todo lo que va de la fiesta de Blas (Piñar) a la fiesta de Alvise, un agitador ultra (mezcla de Dúo Sacapuntas y Donald Trump, pero lo primero le hace verosímil aquí), que debe su fama a la difusión bulos políticos por las redes sociales.
Luis “Alvise” Pérez obtuvo, ayer domingo, 800.000 votos y sacó 3 eurodiputados. En su comparecencia ante los medios tras conocerse esos resultados, proclamó estar con los “homosexuales, que sufren la homofobia por parte de manadas extranjeras”, y con las “mujeres que sufren las violaciones y agresiones sexuales de esas mismas manadas, y todos aquí lo sabéis”. Abunda la gente joven entre sus seguidores, pero lo que Alvise dice es muy viejo. Es lo que siempre se ha visto en la España de los aguafuertes.
Ya nadie se acuerda, y ni falta que hace, del escritor Ángel Palomino. Un militar franquista metido en el negocio de los hoteles, y que publicaba en ABC, Ya, Arriba, El Alcázar..., y en La Codorniz. Ganó siete veces el premio Ejército, de Literatura y Periodismo. Con Torremolinos Gran Hotel, recibió en 1971 el premio Nacional de Literatura. Pero quizá su novela más conocida fue Madrid, Costa Fleming, ambientada, con toques de humor, en los bares de alterne y en las whiskerías que proliferaban entre el estadio Santiago Bernabéu y plaza Castilla. El franquismo putero de finales de la dictadura.
En el libro colectivo España, diez años después de Franco (1975-985) (ed. Planeta, col. Espejo de España, introducción de Manuel Fraga Iribarne, 1986), el capítulo titulado “La vida cotidiana” corre a cargo de Ángel Palomino. Esa misma es la España que se vota hoy con cada papeleta que va a la extrema derecha. Cito textual: “La vida cotidiana del marica ha experimentado en España un cambio espectacular. Los partidos políticos de izquierda los halagan, la televisión emite programas en los que, más que su defensa, hay un afán de promoción del homosexual […]. El español, que es machista por naturaleza, se ha encontrado, de pronto, con algo que es, quizá, la mayor sorpresa que le han deparado estos diez años: la enorme cantidad de afeminados en un país que, ante propios y extraños, siempre tuvo fama de muy varonil. Las prostitutas están que trinan […]. Mucho homosexual tiene que haber en España, a juzgar por la cantidad de fulanos que se dedican al negocio […]”. No es la posguerra, es 1986. Ese año, España entraba en la Comunidad Económica Europea y el PSOE iba a obtener su segunda mayoría absoluta. Entonces, Ángel Palomino ya se había convertido en un tipo ridículo y trasnochado. Hoy, se llama Alvise, y el cuerpo le vuelve a pedir fiesta.
La idea de libertad, el ideal de Libertad, que guía al pueblo parisino en el cuadro de Delacroix, se convirtió enseguida en un faro para el resto de los pueblos de Europa. Bajo ese ideal de Libertad, se invoca, si no se forja, al pueblo europeo entendido como una gran comunidad. Pero también, como el poder, y como la cultura, la idea de libertad cambia mucho de manos. La bandera que sostiene la figura de la Libertad en la pintura de Delacroix hay que reemplazarla ahora por un botellín de cerveza. Hacia eso vamos, caro diario.