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Diez lecciones sobre productividad para que no te den lecciones sobre productividad

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En estos días y a cuenta de la propuesta de reducir la jornada laboral, ha vuelto a nuestras pantallas esa noción económica de la productividad. Y ocurre que, si hay un concepto aparentemente técnico y oscuro sobre el que merezca la pena dedicar un rato a saber más, es éste: de ella depende en gran medida que te suban o no el salario o que lleguemos a ver en estos próximos años una semana laboral de cuatro días.

¿Qué es la productividad?

La productividad es la medida de cuánto podemos hacer con lo que tenemos.

La productividad del trabajo -que es lo que se conoce popularmente como productividad, a secas- resulta de dividir el producto de un esfuerzo entre el tiempo que ha llevado producirlo. Por ejemplo, si un jornalero produce 1 tonelada de maiz al año y durante el año trabaja mil horas, su productividad será de 1 kg de maiz por hora (1.000 kg / 1.000 h).

Igual que se calcula la productividad del trabajo, se puede calcular también la productividad de otros factores, como la tierra. En el ejemplo anterior, si el jornalero usa una hectarea de terreno para producir ese maiz, la productividad del suelo será de 100g por m2 ( 1.000kg / 10.000 m2).

¿Por qué es tan importante?

Desde los inicios de la revolución industrial, hace 200 años, los avances técnicos y científicos han hecho que la productividad haya ido aumentando muy rápido.

Como consecuencia, cuando se consolidaron los estados del bienestar, después de la Segunda Guerra Mundial, había una especie de solución mágica al dilema del reparto de la riqueza: como las sociedades cada vez eran más productivas, se podia prometer a los trabajadores que cada vez iban a vivir mejor porque esas ganancias de la productividad se iban a ir repartiendo. De manera que, ante la expectativa de seguir teniendo trabajadores más productivos, las mejoras de las condiciones laborales se iban a producir al mismo tiempo que los empresarios y los inversores también ganaban cada vez más dinero.

Como explicaba el premio nobel de economía, Paul Krugman, «la productividad no lo es todo, pero a largo plazo lo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar su nivel de vida a lo largo del tiempo depende casi por entero de su capacidad para aumentar su producción por trabajador».

¿Cómo se incrementa la productividad?

Las empresas mejoran su productividad implementando mejoras tecnológicas u organizativas. En el ejemplo anterior, donde un jornalero produce 1000kg de maiz con una azada, si le damos un tractor producirá 10 o 100 veces más. Su productividad pasará de 1kg / hora a 10 o 100kg / hora.

De la misma manera, si cambiamos la variedad de maiz por una que dé más frutos, incorporamos mejores técnicas de cultivo, mejores fertilizantes o productos que ayuden a proteger las plantas, también vamos a ver incrementada la producción por hora trabajada.

¿Qué pasó en 2008?

Resulta que en algún momento del siglo XXI y por razones que los economistas todavía no comprenden del todo, la productividad dejó de crecer en las economías avanzadas. Si entre 1960 y 2007 los incrementos eran de entre el 1,5% y el 3% anual, desde 2008 han estado prácticamente planos en torno al 0,8%.

Así que, agarrándose a la misma doctrina que lleva en vigor desde mediados del siglo XX, hay gente que dice que los trabajadores no deben mejorar sus condiciones porque la productividad no crece. Esto es lo que se argumenta frecuentemente contra las subidas del salario mínimo y contra la reducción de la jornada laboral.

¿Entonces es cierto que no hay que subir salarios ni recortar la jornada? No es cierto. En realidad, la reducción de la jornada podría ser un mecanismo excelente para mejorar la productividad. Pero, además, es que hay varias trampas detrás de este argumento. Veamos las más importantes.

¿De verdad no ha crecido la productividad?

Es una verdad a medias que la productividad esté estancada. En algunos sectores, sigue creciendo a buen ritmo. También hay enormes diferencias territoriales. En España, por ejemplo, hay grandes diferencias entre las empresas punteras y las más rezagadas y las comunidades autónomas más avanzadas y las menos.

Cuando se esgrime que la media del crecimiento de la productividad se ha desacelerado, se oculta una verdad muy importante: la desigualdad creciente que existe en el mercado laboral entre las empresas, las regiones y los sectores más productivos y los menos.

Con esa media aritmética se niega la reducción de jornada incluso a los sectores que llevan cien años incrementando su productividad y se oculta una realidad que es urgente abordar: algunos sectores enteros están cayendo en un agujero de baja productividad del que es muy difícil salir.

Esta desigualdad está detrás de todas las demás desigualdades: de renta, de oportunidades, etc.

¿Son los trabajadores responsables de la falta de crecimiento de la productividad?

En contra de la creencia popular, los trabajadores no tienen mucho control sobre su propia productividad. Son los empresarios quienes pueden transformar las empresas. Nuestro jornalero puede intentar ir más rápido durante un tiempo, pero no va a conseguir mucho si está limitado por las herramientas que tiene, por la extensión de terreno o por la variedad de maiz que utiliza. Los trabajadores, desde sus puestos de trabajo, no pueden cambiar sustancialmente y de manera sostenida la productividad de las empresas sin el concurso de los empresarios.

¿Y si aprendiera a usar un tractor?

Demasiado a menudo se mezclan dos conversaciones. Esta de la productividad y la de la cualificación de los trabajadores. En este batiburrillo, hasta el Gobierno de España dice que una de las razones por las que los trabajadores son poco productivos es que hay un desequilibrio entre su cualificación y las demandas del mercado.

Sin embargo, los datos son tozudos. En España un 40% de los graduados universitarios está sobrecualificado para su puesto de trabajo. Casi la mitad de los universitarios ha estudiado más de lo que luego les ha demandado el mercado. Y en Europa, sin llegar a ese extremo, es el 25%.

Y es que sirve de poco aprender a usar un tractor si luego no hay tractores que conducir en las empresas. Y la decisión de comprar el tractor y cambiar la manera de trabajar corresponde al empresario. Como reconoce también el propio gobierno, las causas principales del declive del crecimiento de la productividad laboral en España son la “el menor ritmo de los avances en la eficiencia con que se utilizan el trabajo y el capital en el proceso de producción gracias, por ejemplo, a la adopción de tecnologías de producción y prácticas de gestión más avanzadas en las empresas” y “una disminución del margen de la intensificación del capital”. O sea, la falta de innovación en las empresas y la falta de inversión.

Así que si queremos mejorar la productividad, lo que necesitamos de verdad es una revolución de las empresas, que tienen que coger el testigo del siglo XXI y modernizars.

¿Cómo afecta la reducción de la jornada a la productividad?

Volvamos a la ecuación inicial. La productividad resulta de dividir lo producido entre el número de horas que ha llevado producirlo. De manera que, si reducimos el número de horas que se trabajan en una empresa, pueden pasar dos cosas:

Una es que lo producido se quede igual. La empresa se organiza para hacer lo mismo, con menos horas, eliminando ineficiencias. En este caso la productividad subiría.

La otra es que se reduzca lo que se produce en la misma proporción de horas. En este caso la productividad se quedaría igual, porque desciende al mismo tiempo lo que se produce y las horas trabajadas.

No parece que tenga mucho sentido el argumento esgrimido desde algunas instancias, entre ellas el Banco de España, de que la reducción de jornada haga disminuir la productividad.

¿Entonces la reducción de jornada no incrementa la productividad?

No tiene por qué, no directamente. En algunos entornos donde hay ineficiencias de sobra conocidas (como las reuniones) y donde los trabajadores tienen cierta autonomía para cambiar las mecánicas internas, es probable que una reducción de jornada pudiera producir, sin el concurso de otras transformaciones, una mejora de la productividad. Esto es así porque hay centros de trabajo tan ineficientes, donde las pérdidas de tiempo son tan flagrantes, que todo el mundo tiene un plan personal para cambiarlas.

Pero en muchos sectores es necesaria la intervención de los empresarios en la modificación de las dinámicas laborales, la innovación, la introducción de tecnología, etc, para que se produzcan mejoras.

¿Por qué todos los estudios muestran un incremento de la productividad cuando se reduce la jornada laboral?

Porque una reducción radical de la jornada laboral es un reto que hace a las empresas ponerse ante la demanda de renovación y transformación que haga posible funcionar de esa nueva manera.

La semana laboral de cuatro días es a las empresas lo que correr una maratón es a una persona de mediana edad. Un reto que te hace mejorar.

Igual que el día que decidimos que vamos a correr una maratón ponemos en marcha un montón de hábitos nuevos (salir a entrenar, estirar, cambiar la alimentación, el sueño y hasta los horarios laborales), para reducir la jornada a cuatro días, las empresas se tienen que replantear a si mismas, identificar todas las áreas de mejora y ponerse a ello.

Y resulta que hacer esto en otras circunstancias es muy difícil, hay muchas resistencias en las plantillas para hacer cambios cuando no ven un objetivo claro. Igual que nos cuesta mucho más entrenar regularmente si no nos hemos puesto el reto de correr una maratón. Y por eso la reducción radical de la jornada es la herramienta definitiva para producir los cambios que necesitan las empresas para hacer esa revolución de la productividad de la que hablábamos más arriba.

Por eso una reducción radical de la jornada, como la semana de cuatro días, además de ser capaz de inspirar una forma de vida nueva, guarda el secreto para activar todas las energías, todas las inteligencias y todos los esfuerzos en una idea tremendamente ilusionante para muchísimas personas.

Es dudoso que las reducciones parciales e incrementales que propone el Gobierno tengan este mismo efecto. Al hacerse poco a poco, desincentivan la transformación empresarial que estamos necesitando y producen un efecto parecido al de la rana a la que le van subiendo la temperatura del agua.

Se podrían complementar con algunas ayudas a aquellas empresas que quieran arriesgar y lanzarse a una reducción radical como la semana de cuatro días. Cómo se hizo con el piloto que organizó el Ministerio de Industria a propuesta de Más Madrid, estas ayudas podrían estar destinadas precisamente a estimular esa mejora de la productividad que tenga como resultado mejores puestos de trabajo, mejores empresas, más beneficios y más recaudación para la hacienda pública. Y especialmente en aquellos sectores que, de otra manera, se van a seguir quedando atrás.