En qué se diferencia la deflación de las rebajas

Imagine por un momento que las rebajas comenzasen ahora mismo y que su duración fuese indefinida. Imagine también que, en lugar de limitarse a los productos de la temporada que termina, estas rebajas incluyesen los productos de nueva temporada. Puestos a pedir, las rebajas no estarían limitadas al stock de productos que almacenan los comerciantes sino también a los productos que aún no se han fabricado. Además de rebajar los bienes de consumo, se rebajarían también los servicios y, por qué no, los bienes de inversión (maquinaria, pisos, etc.). Y, por supuesto, se rebajarían las rebajas.

Pues bien, esas rebajas serían algo muy parecido a la deflación y, lejos de constituir una buena noticia, deprimirían la actividad económica y nos abocarían a una nueva recesión.

La deflación supone un estímulo al consumo, al menos en el corto plazo, pero sus efectos beneficiosos sobre la reactivación económica se diluyen en cuanto se tiene en cuenta el papel de las expectativas sobre la inversión y sobre el propio consumo, y los efectos de la deflación sobre el endeudamiento. La experiencia japonesa, consecutiva al boom inmobiliario de los años 90, constituye la experiencia más reciente (y temida) de lo que supone entrar en una espiral deflacionaria.

El hecho de que, a diferencia de las rebajas, la deflación no tenga una duración definida (o sí, pero no la conozcamos) tiene un efecto importante en nuestro comportamiento. Piense, por ejemplo, en la inversión inmobiliaria. Cuando el precio de la vivienda crecía desbocado, se trataba de comprar antes de que fuese todavía más caro (lo que, por otra parte, pensábamos que nos aseguraba una futura plusvalía). Ahora que los precios de la vivienda caen, sin expectativas de revaloración a corto plazo, la estrategia es esperar para comprar todavía más barato. Algo similar sucede con los proyectos de inversión empresarial, muchos de los cuales se pospondrían en caso de deflación.

Además, si los precios disminuyen de manera generalizada, el dinero que ahorremos hoy permitirá comprar más bienes en el futuro (o los mismos, pero más baratos), por lo que es probable que no sólo se aplacen decisiones de inversión sino también una parte del consumo (especialmente, aquellos bienes que no sean de primera necesidad). Si los productos de nueva temporada, y los que aún no se han fabricado, son más caros hoy que mañana… ¿para qué precipitarse a comprar?

Este es, en síntesis, el primer motivo por el que se teme a la deflación. Cuando el efecto de las expectativas es más fuerte que el efecto sobre el poder adquisitivo, se produce lo que los economistas llaman “atesoramiento” (en lugar de circular, el dinero se guarda como un tesoro en espera de mejores tiempos). La consecuencia es una disminución del consumo y de la inversión que, a su vez, deprime todavía más los precios.

El problema de fondo consiste en que, con precios cada vez menores, las empresas no son capaces de mantener sus márgenes. Con ingresos que disminuyen a causa de la deflación y con costes salariales que, aunque disminuyan, lo hacen de manera más lenta que los precios (tanto más lentamente cuanto mayor sea el poder negociador de los asalariados), los márgenes se reducirán y las empresas se encontrarán con menos recursos para financiar sus inversiones.

En realidad, un escenario de deflación sin reducción de salarios solamente sería posible en dos casos: 1) a costa de reducir la inversión, el desapalancamiento y/o los dividendos (lo que, aunque exista cierto margen, no es sostenible en el tiempo ni sería neutro); 2) gracias a un incremento de la productividad que hiciese compatible la reducción de precios con el mantenimiento de salarios y márgenes empresariales (aparición de una innovación tecnológica).

Es cierto que en los últimos años ha habido ganancias de productividad en la economía española y un incremento notable de los márgenes empresariales, pero no se ha tratado de ninguna revolución tecnológica sino de un esfuerzo por financiar el desendeudamiento. Las empresas españolas ya han contraído la masa salarial de manera notable para afrontar sus deudas (también han disminuido la inversión y los dividendos, aunque en menor medida), por lo que el margen de actuación para soportar un escenario de deflación parece limitado.

El otro gran problema de la deflación es, precisamente, su efecto sobre el endeudamiento. La disminución generalizada de precios presionaría los márgenes empresariales a la baja y, con ellos, también los salarios, todo lo cual tendría a su vez un impacto negativo sobre los ingresos públicos. Como el importe nominal de las deudas es independiente de lo que ocurra con los precios, la capacidad real de empresas, hogares y administraciones públicas para desendeudarse sería cada vez menor.

Así pues, la deflación contraería el consumo y la inversión, y además encarecería el desendeudamiento. Habida cuenta que la deuda de las empresas españolas equivale todavía al 100% del PIB, las de las administraciones públicas supera el 90% del PIB y la de los hogares ronda el 80% del PIB, una espiral deflacionaria no sería precisamente una buena noticia.