El Gobierno había pasado a la clandestinidad a los casi seis millones de parados para que le salieran las cuentas y hablar de lo bien que nos vamos recuperando, pero los datos de la EPA los han devuelto a la vida civil. Somos como la niña de Poltergeist yendo hacia la luz. La población activa ha caído en medio millón de personas, o se han sumergido en negro o han emigrado. Sumamos ochocientos mil parados de larga duración más. La tercera parte de los trabajadores antes protegidos por un convenio ya no lo están. La tasa de cobertura de los parados ha bajado veinte puntos desde que comenzó la crisis. Cerca de la mitad de los desempleados carece de prestación alguna. Casi setecientos mil hogares no perciben ingreso alguno.
En diciembre la mitad de los nuevos contratos de trabajo duraron menos de un mes. Los salarios llevan una década bajando. Solo han subido los sueldos de los ejecutivos que diseñan los EREs y echan a la gente a la calle, ocho puntos de media por año. La caída del régimen de la burbuja española se parece mucho al derrumbe de la Europa del Este. Nuestros ingenieros, médicos o arquitectos trabajan aquí por salarios de miseria o recorren Europa buscando una oportunidad, la que sea.
Precariedad, desprotección, inseguridad y jornales de subsistencia. Esa es la verdad de nuestra llamada recuperación. El miedo se ha convertido en el motor principal del mercado laboral. Ese era el plan. Esto que nosotros llamamos paro, para el Gobierno y las élites económicas de este país representa un mercado laboral competitivo y en franca recuperación.
Todos dicen lamentarlo. Todos lo califican de insoportable. Como si fuera una desgracia bíblica, un accidente inevitable, una consecuencia impepinable de la crisis y la recesión. Pero no lo es. Representa el resultado de políticas deliberadas y decisiones intencionadas para crear un mercado laboral donde el trabajo sea un factor de producción asustado, barato, reemplazable y explotable, donde la plusvalía salga del esfuerzo del trabajador; Marxismo en estado puro. Así se asegura que de acepte trabajar por menos de seiscientos euros al mes, así se duplican los beneficios cada trimestre y se dispara la Bolsa, así se extrae y redistribuye la riqueza hacia quienes más tienen.
Si el paro fuera un prioridad no se habrían recortado las políticas activas de empleo a casi la mitad. Si el paro se definiera como un problema, el Gobierno implementaría políticas de inversión pública aunque implicara unos puntos más de déficit y buscaría el dinero donde está, en los grandes patrimonios y corporaciones, no en el IVA de las lavadoras o los libros. Si el paro les preocupara, la reforma laboral no habría dejado al trabajador solo y abandonado a los pies de los empresarios.
Muchos auguran que antes o después, el capital se dará cuenta de que no queda nadie para comprar todos esos bienes que producen tan baratos. No es su problema. Para eso inventó Dios el endeudamiento y el dinero barato del Banco Central. Los derechos laborales y la dignidad en el trabajo nunca han venido de la generosidad de los empresarios, o de las concesiones graciosas de los gobiernos. Siempre han sido el resultado final del sacrificio, la organización y la capacidad de acción política de los trabajadores. Estamos como cuando el conde de Romanones espetó a sus jornaleros aquello de: “¿Tenéis hambre? Comed República”.