Hace unos días un economista, Jesús Fernández-Villaverde, en El Mundo, se burlaba de los politólogos a cuenta de un problema de justicia distributiva, que, por su sencillez, nos sirve bien para entender el sentido común del capitalismo. En su universidad había que repartir despachos. Los economistas decidieron una subasta, así que al final se logró una situación eficiente, pues cada colega pagó según la puja. Nadie discutió la situación resultante. Los politólogos se pusieron a discutir sobre criterios, como antigüedad o méritos de investigación. Generaron una gran polémica, con muchos agravios personales, y todos descontentos. Por tanto, es mejor el mercado, un mecanismo ciego al que se enfrenta cada individuo, que pone a cada uno en su sitio según sus gustos, su esfuerzo y su capacidad. Lo malo es discutir quienes somos, explicitar los criterios de la jerarquía social, discutir cómo nos queremos organizar mediante la deliberación, la reflexión y la toma de decisiones colectivas conscientes.
El primer problema que le veo a la ideología utilitarista pro-mercado es de equidad. Un liberal como Dworkin ya señaló que para que una subasta sea justa, deberíamos igualar en recursos a quienes en ella participen, de forma tal que el resultado dependa solo de los gustos individuales, y no de la desigualdad. Cuando sabemos que lo que más garantiza ser millonario es ser hijo de millonario, o por lo menos de clase media alta, el mercado tiene un serio problema de equidad, pues simplemente es un mecanismo aparentemente neutro al servicio de la voluntad de los ricos, que pueden imponer lo que quieren al resto de la sociedad bajo la apariencia de un contrato libre. Los defensores del mercado dirán que es la institución en la que se consagra la libertad, pues no hay imposición. Pero esto es una falacia, pues cuando hay asimetría de poder en un acuerdo, no hay libertad, hay dominación de quien tiene más poder sobre quien tiene menos.
El utilitarismo pro-mercado cree que la complejidad de lo social puede reducirse a un tipo de relación social, el dinero, por lo que cuantos más ámbitos sociales se diriman por el dinero, mejor viviremos todos. Todos los que tienen mucho dinero, se les olvida. Dirán que no, que cuando le va bien a los ricos, termina por irle bien a todos. Es decir, el fundamento es el chantaje de los que tienen a los que no tienen, con la promesa de que algo les tocará.
Tampoco habría habido debate en el reparto de los despachos si se asignasen según el que tuviese más antepasados cristianos, una posición más alta en el Partido Comunista, o más ancestros arios, si estuviésemos en la España de hace unos siglos, en la URSS o en la Alemania nazi. Con esto quiero señalar que cada orden social genera su propia legitimidad, que va cayendo en cascada de lo más básico, el derecho a la vida, a lo más nimio, el derecho a un despacho.
La trifulca de los politólogos no muestra que la ciencia política sea lo peor, sino que es más crítica con los principios de dominación del capitalismo, que de forma tan dócil tienen incorporado en su estructura mental los economistas del ejemplo. No parecen mostrar capacidad crítica con respecto a la legitimación de las desigualdades sociales. Los bienes sociales deben distribuirse por su propia naturaleza. La educación, para quien tenga interés, vocación y capacidad. La sanidad, para quien esté enfermo. La vivienda, para garantizar un mínimo de cobijo según el estándar de la época. El tiempo libre, para que podamos tener un desarrollo personal y humano más allá de las obligaciones laborales… Y los despachos, según criterios de necesidad, y en caso de no llegar a un acuerdo, reconocer que el acuerdo no es posible, optando por métodos menos sujetos a la riqueza de cada uno, como por ejemplo, una lotería.
Pensar que los bienes básicos deben distribuirse en función del dinero es tan absurdo como pensar que lo deben hacer en función de la pureza de sangre. Es aplicar el criterio que los que mandan emplean para justificar su posición de opresores y explotadores.
Por supuesto que la sociedad basada en el dinero será más ordenada, igual que es más ordenado un campo de concentración. Es el resultado de una racionalidad instrumental al servicio de quien tiene el poder. Y quizá los politólogos no puedan llegar a grandes acuerdos, pero por lo menos saben que les mean por encima, no que llueve.
El cabreo de los politólogos nos recuerda lo compleja que es la vida en la polis, donde no hay criterio más allá de la voluntad de sus miembros. Pensar que el dinero no es el resultado de la creencia, tanto en el valor de un papel como en qué cosas se pueden repartir con ese papel, es confundir ideología con ciencia. Se puede defender el utilitarismo economicista como lo que es, un proyecto filosófico de sociedad, pero no como una cuestión técnica que deriva de un conocimiento neutral sobre el orden social.