El cuerpo es el enemigo del artista, porque es lo único que le hace mortal. Está en el título de aquella novela de Raymond Radiguet, llevamos el diablo en el cuerpo. Angélica Liddell lo llama demonio, dämon, en su nueva pieza teatral, que presentó el pasado fin de semana en el Teatre Lliure, de Barcelona. Va sobre el funeral planificado de Bergman (la consciencia mística de la muerte), sobre la decrepitud de nuestros cuerpos y sobre el demonio que tortura a la niña Angélica, nacida un 2 de octubre de 1966, destruyendo persistentemente su propio cuerpo, sus propias expectativas, su propia mente, y que además la tiene presa en el cuerpo social, que es, de nuevo, el nuestro. Va sobre la exposición de la artista en el escenario, y sobre los que susurran en la oscuridad. Lo que dice desde el escenario iluminado también está en aquel disco de Triana titulado Sombra y luz. Hay una hoguera, un ritual mágico, un fantasma que atraviesa el fuego.
Antes que en este festival del Grec, Angélica Liddell había estrenado Dämon. El funeral de Bergman, en el festival de Aviñón, el pasado 29 de junio. Su obra se presentaba a bombo y platillo como el acto inaugural, en el monumental palacio de los Papas. Se trataba de toda una distinción de honor, en una edición donde la cultura francesa recibía a la lengua española como idioma invitado. Entonces Angélica Liddell llevó a cabo un radical acto de provocación y puso al principio de la representación a un Papa gagá, masturbatorio e impotente, y despreció, dando nombres y apellidos, a la más influyente crítica teatral francesa.
Lo tuvo fácil con el apellido de Stéphane Capron, colaborador de la emisora de radio France Inter y fundador del sitio digital Sceneweb. Pero a este no le gustó el juego de palabras en la lengua invitada, y denunció en los tribunales a la dramaturga por injurias públicas. Cualquier portada de Charlie Hebdo es más mordaz y violenta que ese chiste fonético. Sin embargo, la libertad de expresión es, ante todo, una cuestión de clase. Solo vale para la lengua francesa. La libertad en general es una cuestión de clase.
Angélica Liddell evidenció asimismo al crítico de Libération, Philippe Lançon, superviviente del atentado de Charlie Hebdo (masacre de la que se cumplirán diez años el próximo enero). A Philippe Lançon, los terroristas fundamentalistas le arrancaron la mandíbula en el tiroteo. Pasó muchísimo tiempo ingresado en un hospital, sometido a continuas intervenciones quirúrgicas de reconstrucción facial, y bajo permanente protección policial. Sobre su terrible experiencia, Lançon escribió la estremecedora novela El colgajo (Anagrama, 2019). El título alude al trozo de cara que tuvieron que recomponerle. Otro cuerpo destruido.
Lo que cantaba el grupo vasco Eskorbuto en los años 80, Cerebros destruidos, toma corporeidad en el teatro de Angélica Liddell. Quizá se trate de la misma biografía, la de toda una generación, que también es la mía. No en vano, en algunas ocasiones se ha calificado a Liddell de artista punk. Al señalar a Philippe Lançon como enemigo de su obra, Angélica Lidell nos recuerda que el arte es una guerra de todos contra todos. La renuncia a toda concesión. El inconformismo permanente. Que, sin contradicción, el arte se estanca. Que la auténtica batalla cultural es la guerra de los artistas contra su propia muerte.
En España, los políticos ultras se dedican a censurar revistas, representaciones, cancelar contrataciones... No saben cómo detener la libertad de expresión, la libertad de creación, la libertad de emoción, la tríada es de Angélica Liddell. Tiene razón en que la censura no solo pretende controlar lo que decimos, sino también lo que sentimos. En Dämon. El funeral de Bergman se siente respeto por los artistas, y compasión por nuestros cuerpos. Angélica Lidell lo dice de mil maneras en esta obra. Mediante el grupo de ancianas y ancianos exhibidos desnudos, en sillas de ruedas. Son ella proyectada en sus actores, pero también significan el recuerdo de sus padres descomponiéndose (se descomponen los padres, ese recuerdo nunca se va). Y lo dice también mediante un invidente real, que avanza a tientas. Y mediante una niña, a la que pasean, asimismo en silla de ruedas, junto a los viejos del escenario. Va con los ojos vendados, claro. Pero es así como crecemos y vivimos.
Del mismo modo que cada generación acaba con su propio cuerpo, cada época agota su propia cultura, su peculiar práctica de la democracia. En otra obra escénica, también representada en el Grec, Aeffective Choreography, de André Uerba, se indagaba, entre otros asuntos, sobre la transformación consciente del propio cuerpo. Ambas obras han coincidido en la misma edición del festival porque el sino de nuestros tiempos plantea esa misma cuestión políticamente. La contradicción que nos atrapa nos muestra que, si bien, somos capaces de cambiar nuestros cuerpos físicos, nos mostramos inútiles para transformar nuestro cuerpo social. Igual la rigidez de este es el rigor mortis. Rigor Mortis, otra vieja banda de rock, de Barcelona. Bueno, eran del Maresme.
El mes pasado, en París, salió a subasta un manuscrito de El extranjero, de Albert Camus, por 656.000 euros. Lo anunciaban como uno de los dos únicos manuscritos autógrafos que se conocen de esta novela, obra emblemática del existencialismo francés. El poder está dispuesto a pagar lo que sea por la cabellera de sus viejos enemigos. No hay adorno como la piel de los demás. Sin embargo, cuando se hizo pública la subasta, algunos expertos advirtieron que puede tratarse de una falsificación realizada por el propio Camus. Que, una vez analizado el documento, daba la impresión de que Camus había copiado a mano su novela, después de publicada, con la intención de vender algún día ese manuscrito en caso de apuro económico. A saber. Ya no importa si las cosas son verdaderas o falsas. Solo importa el dinero que damos por ellas. Ya no hay cuerpo cultural. Ya no hay cuerpo social. Solo hay dinero.