El dios de la incertidumbre

Ha sido CAT la que ha dejado en el Congreso el grito indignado de los que buscan la certidumbre y fue Kant el que dejó dicho que la inteligencia del hombre está proporcionalmente ligada a la cantidad de incertidumbre que es capaz de soportar. “El pueblo español necesita certezas (…) la ausencia de fechas claras provoca incertidumbre” claman los populares y hasta algunos actores económicos, como si la vida no fuera ajena a las certidumbres y como si un despojo de ARN, con destajo de asesino, fuera a firmales ante notario un pliego de seguridades.

No haber comprendido que la certeza no será parte de nuestro mundo, porque de hecho nunca lo fue, es no haber sacado receta alguna de esta debacle. Ni los que encuentran el consuelo de la fe para apaciguar el miedo a lo incierto dudaron nunca del dios de la incertidumbre, ese que les animaba en Mateo a velar “porque no sabemos ni el día ni la hora”.

No hay certidumbres, no hay ni siquiera aún certeza científica. Sólo el socrático scio me nihil scire halla hueco en nuestros corazones. Así que el plan de desescalada es un desastre, dicen, porque no nos da certezas, porque no pone plazos a nuestras ansias, porque no nos asegura la seguridad ni el tiempo. El plan de desescalada es racional porque sólo se ancla en la falta de certeza, en las preguntas, en la falta de seguridades que preside nuestro descenso a la categoría no ya de humanos sino de animales cuyos organismos se exponen a un peligro biológico que luchamos por controlar.

Los hay quejumbrosos por lo que afirman es un plan incomprensible y complejo, lioso y poco claro, y en su lamento no parecen darse cuenta de hasta qué punto expresan su falta de claridad mental. El plan es meridiano. Ensayo y error, un método heurístico para obtener conocimiento. No lo tenemos, ese conocimiento. Ensayo y error y paciencia. Esas fechas que pide la oposición, esas señales con límite, no dejan de desearse también como mojones en el camino en el que colgar los dogales políticos del incumplimiento porque es sabido que ningún gobernante que dé fechas precisas puede asegurar que las cumplirá o siquiera que no tendrá que retroceder. No poner fecha es estimular también al ciudadano. Ladran los que consideran que el Gobierno está haciendo recaer la responsabilidad en los españoles pero, díganme en serio, ¿quién ha de ser responsable de nuestra propia salud y de la de nuestros seres queridos, de nuestras vidas, si nosotros mismos pretendemos no comprometernos en ello? Sí, también y sobre todo es cosa nuestra cuidarnos. Cosa de hacer bien las cosas. Cosa de ser cívicos y responsables, incluso siendo conscientes de que todo lo que se permita hacer no es obligatoriamente lo que hemos de hacer.

El plan responde a la razón científica. Pretende ir volviendo a la actividad con un máximo de medidas que eviten el contagio y un mínimo de riesgo. Nadie asegura que eso produzca planes “lógicos”. “No tiene ningún sentido que la gente pueda ir antes a la terraza de un bar que al pueblo a ver a su madre. Bueno sí, uno. La presión de la patronal”, clamaba Rufián. Y erraba porque la lógica en la que nos movemos no es la de antes ni siquiera la del capital ni la de la importancia simbólica que le demos a las cosas sino la lógica del bicho. Así que sí, es lógico que puedas ir a una terraza al aire libre, guardando las distancias, y que no puedas ir a otra provincia que puede estar en mejor situación epidemiológica porque, Rufián, si los padres viven en un pueblo de la misma provincia sí que podrás, pero tendrás que valorar si deberás.

La provincia, el otro aparente escollo que han encontrado como asidero. Hace falta ser muy parvo para tragarse eso de que la provincia no vale porque se diseñó en el siglo XIX. ¿Qué pasa con la provincia? ¿No votamos por provincias como circunscripción? El Gobierno ha dicho que aceptará otras unidades administrativas si se les propone de forma motivada. La provincia como estrambote que no rima. ¿Han pensado en lo fácil que es instalar controles en los límites provinciales? Nunca se me hubiera ocurrido que la provincia per se fuera centralista y centralizadora, castradora de la nacionalidad. Si todo lo que chirría es la provincia, me arraigo en mi postura de que el plan está basado en la racionalidad y de que compete a cada comunidad entrar en la carrera de las cosas bien hechas para lograr superar las fases de forma inequívoca.

Hay también quejas sobre la imposibilidad de obtener rentabilidad de ciertos negocios jugando con las reglas del coronavirus. Es muy triste, pero es que es lo que hay. A nadie se le obliga a abrir su terraza con un 30% del aforo. Con trescientas muertes aún al día es imposible pensar en amontonarnos más. Vivíamos en la promiscuidad, vivíamos de la muchedumbre y eso no va a ser posible hasta que la ciencia halle la vacuna. La ciencia, esa única diosa capaz de producir la certidumbre.

Zozobran algunos ante la “nueva normalidad” y yo no alcanzo a ver una construcción más afortunada. La nueva normalidad les suena distópica porque no es a una utopía a lo que vamos a asomarnos. La normalidad, como uso y costumbre, no va a regresar a nosotros sin la vacuna. Sobre eso sí que hay certeza. Recobraremos una suerte de normalidad, por oposición al confinamiento y al estado de alerta y a los miles de muertos y a la lucha detonada en hospitales, que es la anormalidad en su expresión suma. Volveremos a intentar vivir como la pandemia nos permita. Debería inquietar que nuestra normalidad siga siendo tan frágil, tan poco normal en suma, y no un término acuñado para que los ciudadanos, el pueblo, la gente, entendamos que nada va a ser como antes… todavía. La humana incertidumbre le ha explotado a algunas generaciones en las manos. Se han despertado en un mundo en el que no podemos asegurar las cosas. El mundo de siempre, vamos, no el que les habían vendido. Kant, danos paciencia.