Uno de los teóricos más importantes del siglo XX, Leo Strauss, insistía siempre en que las cuestiones fundamentales de la política son perennes. Volvemos a ellas una y otra vez. Su íntimo enemigo en la academia norteamericana, Sheldon S. Wolin, matizaba que en realidad a la hora de pensar la política estamos comerciando de continuo entre lo viejo y lo nuevo, por lo que además del estudio debemos contar con una visión que combine nuestra propia experiencia con ciertas dosis de imaginación.
Cuando en 1787 Alexander Hamilton envía su primer artículo a un periódico neoyorquino, tratando de que la opinión pública de su Estado empiece a ver con mejores ojos el proyecto constitucional de Filadelfia, va a apelar a la formación del juicio individual y la discusión libre más allá del seguidismo de los dogmas partidistas. Le convenía hacerlo así, pues los llamados federalistas partían de una clara desventaja en su Estado. Y por ello escribe: “[...] Nada es tan desacertado como ese espíritu de intolerancia que ha caracterizado en todos los tiempos a los partidos políticos. Porque en política como en religión resulta igualmente absurdo intentar hacer prosélitos por el fuego y la espada. En una y otra, raramente es posible curar herejías con persecuciones”.
Fueran los que fueran los motivos de Hamilton, en este pasaje tiene razón. Nuestras convicciones son tan profundas y están tan arraigadas que podremos disimular para salvar la vida, el trabajo o el estatus, pero difícilmente las coacciones lograrán nuestra conversión allá en el fondo. Precisamos de juicios y argumentos que incluso, a veces, nos conmuevan.
La política es discrepancia. A pesar de los grupos que conformemos, de las alianzas que trencemos, hay una radical pluralidad que una y otra vez se empeña en recordarnos que todos y cada uno de nosotros somos distintos respecto al que tenemos al lado. No sólo en nuestros rasgos externos, o en cómo son y se comportan nuestros órganos internos; también lo somos en nuestras trayectorias de vida, en las memorias que albergamos, en las expectativas que nos mueven, en las pasiones que nos recorren, en las fantasías que generamos, en nuestros modos de razonar. En cómo pensamos y nos enfrentamos a la contingencia de los hechos.
Pero a pesar de estas diferencias, somos capaces de unirnos a partir de grandes proyectos e ideas compartidas, o de pequeñas asociaciones temporales en pos de objetivos muy concretos. Sabemos que solos es muy difícil conseguir nada, pero que bien organizados es cómo se logran las cosas.
En el inevitable conflicto que surge entre organizaciones ha sido habitual trasladar los modos de pensar la guerra a la política. Es por ello que resulta habitual leer cómo los términos bélicos pueblan los libros políticos sin ningún reparo, lo que ha posibilitado que triunfe la idea de que la política es la lucha descarnada por el poder donde, de seguir el “método democrático”, valdría todo menos el uso de las armas de punta y fuego.
Michel Foucault es quizá el crítico del pasado siglo que mejor encaró el problema de la disciplina. La estudió en cuarteles, conventos, fábricas, hospitales o escuelas concluyendo que la agresión a nuestras libertades que provoca el control disciplinario, la instrucción en la obediencia, nos aprisiona en una red apenas perceptible de la que resulta difícil salir. Irremediablemente, siempre que veo niños de tres años bien sentados rellenando fichas sin salirse del cuadro me acuerdo de Foucault.
Este sueño militar de la sociedad europea, que el autor francés emplazaba en el siglo XVIII, nos aboca al riesgo de los engranajes coercitivos, la docilidad automática, el silencio impuesto. Recordemos que por aquel entonces aparecían ya los partidos modernos, aún en forma de facciones de notables, que no por casualidad pronto buscarían convertirse en batallones disciplinados de fervorosos “militantes”.
Con el auge del totalitarismo en la Europa de entreguerras este modelo bélico triunfó. Los “movimientos” políticos más dogmáticos se convirtieron en cerradas milicias donde no saberse la letra implicaba expulsión y disidencia. La soledad del individuo de las grandes ciudades estimuló que gentes confusas y frustradas se unieran a las dinámicas de amigo/enemigo que teorizara el insigne jurista nazi Carl Schmitt. Nada como el calor de un grupo en perpetuo movimiento, sus canciones y marchas, su líder paternal, sus chivos expiatorios y enemigos a muerte, como para sentirnos algo mejor en el absurdo existencial de la vida moderna.
Como es de imaginar, la libertad política sufrió un severo golpe. En política, como en religión, la disidencia es inevitable. Y es que, como decía, somos radicalmente distintos. Todos y todas. Aunque la política democrática obre el milagro de crear esa ficción según la cual somos iguales en derechos y libertades, en garantías ante la ley, a la vez somos diversos. Por ello no pensamos igual sobre todo. Si gozamos de libertades, podremos expresarlo dónde y cómo nos plazca siempre que, eso sí, no calumniemos. Para evitar esto último, con buen sentido, solemos dotarnos de leyes que nos protejan.
Los partidos políticos actuales siguen modelos de hace cien años. Apenas han evolucionado. Y esa es una de las grandes críticas que están aflorando en esta crisis. Estrictamente jerarquizados, plenos de rigideces burocráticas, donde una cúpula maneja agenda, información y grandes decisiones, la libertad de opinión en su seno ha sido sofocada una y otra vez. Se temen “las comunicaciones peligrosas”. Y ni siquiera se molestan en ocultarlo. El caso español es en esto extremo. Cuando el Parlamento británico recientemente rechazó los planes del primer ministro, David Cameron, sobre una intervención armada en Siria, aquí nos sorprendimos de que muchos diputados conservadores de su partido le hubieran dado públicamente la espalda. Esto por el momento, en nuestro Congreso, resulta impensable.
Evidentemente en momentos de tensión interna los partidos políticos semejan ollas de presión. Fíjense, si no, en la última Conferencia Política del PSOE. Numerosos inconformistas quieren expresar públicamente sus desacuerdos, pero saben que no pueden, que se arriesgan a que carreras políticas por las que llevan luchando años se vayan al traste. Ante la mínima salida de tono, si no estás cubierto, acecha la purga.
Pero ¿son todos los partidos iguales? Evidentemente, no. Desde la izquierda, en el ámbito político donde los valores de igualdad, respeto a las diferencias y a las libertades están más arraigados, se demanda una ruptura con ese modelo de organización política. Esta es una de las causas del actual rechazo al bipartidismo en nuestro país.
Por todo ello, cuando hace unos días se conoció que la cúpula de Izquierda Unida de la Comunidad de Madrid –inserta en un duro conflicto interno contra el 49% de la formación– había introducido un artículo estatutario donde consideraba como infracción sancionable la discrepancia pública con las decisiones de la organización, saltaron todas las alarmas. Poco importaba que a nivel federal este mismo partido tuviera una norma muy similar, pero de poca aplicación real. El gesto en sí, conociendo el contexto en que se producía, resultaba desolador.
En un momento crítico como el actual, cuando se está tratando de reorganizar la izquierda de acuerdo a demandas que son un clamor en las calles, enrocarse en medidas autoritarias y caducas como esta ha desesperado a propios y extraños. Y con razón.
La disciplina en un partido no tiene nada que ver con el compromiso. Cuando uno se presenta a unas elecciones democráticas, lo hace formulando unas promesas, apelando a una confianza con sus electores que no debe traicionar. Si en un momento determinado un miembro de un partido político es elegido y traiciona este compromiso, democráticamente no habrá cumplido. Y deben existir normas que lo impidan.
La revocación de los cargos por asambleas de base, su rotación, la obligatoriedad de asambleas informativas periódicas por parte de los representantes –donde puedan exponer a debate público y consideración sus cambios de postura–, los exámenes anteriores y posteriores al momento de obtener un cargo, y otras medidas como estas que están más que inventadas, son algunas de las iniciativas que nos permitirían afianzar este compromiso.
Obligar, en cambio, a cualquier miembro de un partido a callar sus opiniones discrepantes resulta antidemocrático. La política encara los conflictos desde el diálogo, el intercambio público de razones. La palabra y la escucha son sus protagonistas; no el silencio, el control o el ruido de los golpes. Al deliberar nos informamos de cuestiones que desconocíamos, nos llegan opiniones que no habíamos considerado, se nos presentan argumentos que nos desafían y, quizá, nos cambien. Tenemos también la oportunidad, la libertad, de expresarnos. Cercenar este proceso representa un flaco favor a la democracia.
Si aquel que tenemos al lado piensa distinto, construimos nuestra amistad política con él sólo si permitimos que lo exprese, si nos atrevemos a rebatirle. Todo ello proporciona confianza. Y expresarlo más allá de las cuatro paredes de la organización no sólo enriquecerá los debates de la escena pública, sino que retirará todo el manto de sordas imposiciones y declaraciones impostadas que han protagonizado la política española los últimos años.
Pero entender la esencia de todo esto implica dejar atrás viejos modos y maneras muy arraigadas de lo que, popularmente, se conoce como régimen. Y me temo que no va a ser fácil.