En su aventura final, Indiana Jones vuelve a luchar contra los nazis. Esta vez se trata de nazis incrustados, 25 años después de la caída de Berlín, en el sistema estadounidense. Su objetivo es el mismo de siempre: que el mal gane por fin aquella guerra, de alguna forma eterna. Cuando hablo del mal hablo de la discriminación en cualquiera de sus formas.
La propaganda de ambos imperios, el de Washington y el de Moscú, nos ha inculcado durante muchas décadas la noción de que en 1945 cambió el mundo. Lo cual, desde un punto de vista geopolítico, resulta absolutamente cierto. Cambió el mundo. No la gente.
Los soldados negros volvieron a Estados Unidos (tras combatir en unidades negras) y se reencontraron con la segregación racial de siempre. El apartheid se prolongó legalmente hasta finales de los 60; socialmente aún perdura. No hace falta extenderse sobre el lugar al que volvieron los soldados soviéticos: la atroz dictadura de Stalin, tan discriminatoria como cualquier otra y extendida casi hasta el corazón de Europa.
El París bohemio y la Francia simpática que inventó Hollywood fueron el mal durante la guerra de descolonización de Argelia y después, hace menos de 30 años, ampararon la guerra racial (en realidad, un conflicto malthusiano bajo un disfraz étnico) más salvaje desde los años 40: el genocidio que los hutus cometieron contra los tutsis, antes batusos y batusis, en Ruanda y países limítrofes. El imperio británico dejó atrás su colonia india incendiada por una guerra de religión y castas.
Nunca, en ninguna parte, dejó de existir la ultraderecha, el conjunto de fuerzas rotundamente favorables a la discriminación. Sí quedó al borde de la extinción el viejo fascismo de tinte social: desde que el neoliberalismo económico hizo sus primeros ensayos en las dictaduras militares de Chile y Argentina, a partir de 1973, quienes deseaban una sociedad discriminatoria (en lo económico, social, racial, sexual) asumieron que el dinero tenía que ser libre; lo demás, no necesariamente.
El apartheid surafricano duró hasta finales del siglo XX. En Israel, son ahora los judíos (a la historia le gustan los sarcasmos) quienes encierran en guetos y atormentan a los palestinos. En 1989 cayó el imperio soviético, pero para entonces ya se percibían en algunos países “liberados”, especialmente en Hungría, fuertes corrientes xenófobas y autoritarias. Y qué decir de Rusia: el saqueo inicial por parte de las empresas occidentales acabó fomentando la creación del actual régimen mafioso y cleptocrático, muy parecido (ignoro lo que se mueve ahora bajo la bruma de la guerra) al que existía en Ucrania.
En Europa, las fuerzas políticas que defendían los regímenes discriminadores y tendían a la violencia sobrevivieron y medraron en la sombra. Llegué a conocer personalmente a Jean-Louis Tixier Vignancourt, cuya campaña en las presidenciales francesas de 1965 fue dirigida por Jean-Marie Le Pen. También conocí a Giorgio Almirante, un fascista puro y duro bajo unos modales exquisitos, cuyo sucesor, Gianfranco Fini, entró en el gobierno de Silvio Berlusconi; la sucesora de Fini, Giorgia Meloni, preside hoy el Consejo de Ministros italiano.
El caso español es bien conocido. El franquismo político y sociológico se integró en el sistema democrático a través de UCD y Alianza Popular y ahora, a través de Vox, rechaza elementos esenciales (las autonomías, por ejemplo) de la Constitución de 1978 y no esconde su gusto por los regímenes discriminadores. La prueba de que se han logrado grandes avances en la lucha contra la discriminación (revestidos a su vez de elementos discriminatorios, las cosas nunca son perfectas) es la feroz reacción de los discriminadores. Recordemos, de paso, que la discriminación se camufla como quiere: la que proponen amplios sectores del nacionalismo catalán dice ser antitética a la que busca la extrema derecha española.
La discriminación va siempre acompañada del mal. Y siempre está ahí, en nuestros peores instintos.