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Una distopía feminista para Madrid

La marcha feminista avanza por la Gran Vía madrileña el 8M de 2019.

Ana Requena Aguilar

El Orgullo desfilando en silencio por la Casa de Campo. Cobrando entrada para poder pagar la limpieza después de la celebración. El 8M pasando por una Cibeles que, esta vez, no se ilumina de violeta. Este año no hay en los edificios carteles que griten 'Madrid feminista'. Han sido sustituidos por “No a la ideología de género”. Las asociaciones que atienden a las mujeres que denuncian agresiones sexuales están a punto de echar el cierre. Alguien decidió que eran “chiringuitos” que no merecían un euro de dinero público. El centro de crisis que iba a estar abierto 24 horas para atender a víctimas de violencia sexual y que estaba a punto de inaugurarse ha enmudecido. Las trabajadoras de violencia de género tienen miedo. Hay quienes han pedido sus datos porque, dicen, han perjudicado a muchos hombres.

Podría ser una distopía feminista al estilo de 'El cuento de la criada'. O el Madrid que quieren el PP y Vox. El experimento que empezó en Andalucía en enero, un gobierno del PP con pactos con Ciudadanos y Vox, llega a la Comunidad y al Ayuntamiento de Madrid. Y sin ánimo de ser centralistas, el control de la capital del país y de la región que lo alberga no es solo importante en términos simbólicos, es también una cuestión de poder. Sobre todo cuando hablamos de la ciudad por la que ha discurrido la movilización feminista más masiva que hayamos visto, el Orgullo Gay más celebrado; la que ha hecho posible las protestas espontáneas rabiosas contra la sentencia de 'la manada' y la que en los últimos cuatro años ha tratado de ponerse a la vanguardia en políticas de igualdad.

Es fácil pensar que una coalición de las derechas no va a gobernar para ese Madrid sino, más bien, contra ese Madrid. No faltan indicios. Lo que sabemos de la fórmula andaluza es que sus primeras medidas relacionadas con la violencia de género han tenido que ver con un escrutinio de las trabajadoras del área. Han extendido las sospechas sobre sus intenciones, su labor, su formación. Han pedido sus nombres. Han abonado la idea de que, efectivamente, existen “chiringuitos” y no organizaciones que hacen un trabajo que no asumen las administraciones.

Pero hay más, porque sabemos lo que el futuro alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, y su más que probable socio de gobierno, Javier Ortega Smith, de Vox, piensan. “Las políticas deben atender a la vulnerabilidad y no centrarse en la ideología de género”. “Hay que distinguir entre la lacra de la violencia de género de la ideología de género, secuestrada por la izquierda en España. No comparto que la violencia contra las mujeres derive de un sistema heteropatriarcal capitalista”. “Soy partidario de revisar las subvenciones que se dan [a las asociaciones feministas] se ajusten estrictamente a fines de interés público”. Eso, el primero.

Sobre Ortega Smith, sabemos que defiende que el Orgullo debe esconderse en la Casa de Campo y pagar la limpieza posterior, y que las mujeres tenemos derecho a cortarnos el pelo o a adelgazar pero no a abortar. No parece que el acoso sistemático que sufren algunas clínicas que practican abortos en Madrid vaya a ser una de sus preocupaciones. Lo seguirá siendo de las trabajadoras de esos centros, que asisten cada semana a concentraciones en las que se reparten fetos de plástico y tras las que quedan pintadas con la palabra 'asesinos', y también lo será de las mujeres que tienen que acudir a ellas y de las que no pero saben que podrían ser ellas.

La dualidad en la que va a vivir Madrid, entre la vanguardia que la hace esa ciudad que reverbera y la reacción al cambio que esconde su conservadurismo en palabras como 'familia', 'tráfico' o 'educar en libertad', no es un fenómeno local, es el momento que vivimos. Más allá de los números, la batalla es por el relato. En perspectiva, y con las cifras en la mano, Vox no cuenta tanto pero va a condicionar algunos gobiernos clave y su suma arrastra a la derecha a un discurso que busca vaciar de contenido los logros sociales e imponer sus marcos de referencia, sus términos, sus fobias. Y como dicen esos carteles con la cara de la Princesa Leia que sacamos a pasear el 8M: We are the resistance.

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