Fue Dolores

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A principio de los años cincuenta, en una pequeña localidad gallega, una niña de 9 años se escabullía del comedor tras la cena para encerrarse en su cuarto a escuchar el viejo aparato de radio que su padre había instalado en su mesilla. “Habla Radio España Independiente. Estación Pirenaica”, atronaba la voz del locutor, desde la remota localidad de Ufa, en la república de Bahskiria. “Les habla La Pasionaria”, eran las palabras que transmitían puntualmente las ondas para dar paso a la cautivadora e impactante voz de aquella mujer. “Camaradas, no estáis solos en la lucha”, clamaba La Pasionaria en una arenga puntual de ánimo y coraje a los españoles perdedores de la contienda y víctimas de la dictadura. A la pequeña alumna de las Mercedarias la mujer de voz grave y poderosa le daba miedo, al mismo tiempo que ejercía sobre ella una fascinación extrema. No podía pasar una noche sin escucharla aunque siempre oía decir que los comunistas eran el mismo diablo.

Casi un cuarto de siglo después, sentada en su escaño del Palacio de la Carrera de San Jerónimo, como diputada de la UCD, Nona Inés Vilariño sintió idéntico estremecimiento y conmoción al ver entrar en el hemiciclo a Dolores Ibárruri, en carne mortal, aquel 13 de julio de 1977. Con la dignidad de una emperatriz y la sencillez de una abuela, aquella mujer de buena planta subió las alfombradas escaleras hacia su escaño, erguida, impecable, de traje oscuro como siempre, con medias y zapatos negros, moño bajo envuelto en una redecilla que sujetaba la mata de cabellos, ya completamente grises. El impacto que causó en los escaños su presencia en las Cortes, trasladado a la ciudadanía en las portadas de todos los periódicos y la televisión, la retrató como el icono de la reconciliación que querían significar todas las fuerzas políticas con la llegada de la democracia y la Constitución de 1978.

Además del consabido símbolo político, Pasionaria se convirtió en el único eslabón de la cadena del parlamentarismo que enlaza dos etapas del feminismo español, entre el sufragismo y el movimiento de la segunda ola, por haber protagonizado los primeros pasos del voto femenino y abrazar, cuatro décadas después, los preceptos de un movimiento –vigente hoy en nuestra sociedad– que la llevaron a votar en contra del artículo que da prevalencia al varón sobre la mujer en la Constitución española de 1978. Disciplinada y, en ocasiones, descarnada defensora de la estalinista disciplina interna, Ibarruri se negó en esa ocasión a cumplir con el consenso pactado por el PCE con PSOE, UCD y AP, para dar conformidad a las preferencias del rey Juan Carlos I en el texto constitucional. Siguiendo el ejemplo de sus compañeras del grupo parlamentario comunista –Dolors Calvet y Pilar Brabo–, Dolores votó en contra, según constata en su intervención ante el pleno del Congreso la diputada del PSUC (Boletín de las Cortes. Diario de Sesiones 12 de julio de 1078). La anciana asumió en ese instante el discurso feminista de las más jóvenes a pesar de traicionar, de alguna manera, la estrategia de reconciliación nacional que ella misma había impuesto al PCE. 

Dolores Ibarruri Gómez fue una mujer excepcional que vivió –y vivió apasionadamente– detrás y en el interior del mito de Pasionaria, una marca que ella cultivó con inteligencia y esmero, en una perfecta tarea de lo que hoy llamaríamos personal branding. Resulta de una inteligencia preclara el comentario que le hace a Andrés Carabantes para que elimine de su entrevista el artículo “la” que vulgariza la marca equiparándola a una tonadillera. Como publicista –profesión que figura en su primera ficha parlamentaria en 1977–,  sabe muy bien lo que hace y conserva, a lo largo de toda su vida, una imagen de mujer enlutada, con el cabello siempre recogido, sin concesión alguna a la vanidad o estereotipos femeninos, como forma de proyectar una imagen de autoridad. 

Por su personalidad política y extraordinarias condiciones de oradora, historiadores y biógrafos han analizado su trayectoria como la de una personalidad relevante de su época, pero sin  atribuirle una clasificación concreta como activista feminista. Sin embargo, de su peripecia vital y militancia política como líder comunista se deriva un compromiso incuestionable con los derechos de las mujeres y la lucha por una vida mejor para ellas, dentro de los parámetros de su tiempo.  Claro que mitificaba la maternidad y situaba a esposas y madres en relación con sus hijos y esposos -algo censurable para las feministas radicales de los 70-, pero sin dejar de trasladar a sus proclamas, discursos, arengas y mítines políticos el grito desgarrado de libertad para las mujeres más desfavorecidas y aplastadas por el sistema.  

Lo que hoy entendemos por feminismo, era, en los años 30, una demanda minoritaria de derechos básicos de las mujeres, enmarcados en la batalla política del Sufragismo. Los ocho años de la II República fueron un periodo demasiado corto como para definir cambios radicales en el comportamiento de la población femenina –como constata con rigor la historiadora Pilar Folguera– aunque se apuntaron algunas tendencias que tienen su hito más emblemático en la consecución del voto femenino.

Dolores participó, de facto, en la corriente sufragista, no sólo por su pertenencia a un gobierno de izquierdas que facilitó avances para las mujeres –no olvidemos que se instauró el aborto, aunque sólo con corta vigencia en Cataluña– sino porque fue una de las protagonistas del ejercicio del voto femenino al haber sido elegida diputada en 1936. Gracias al derecho que Clara Campoamor –votada únicamente por los varones– consiguió para todas en la Constitución de 1931. Como dirigente, superó todos los techos de cristal y hormigón hasta convertirse en la primera  líder del Partido Comunista de España (PCE).

El momento decisivo de insumisión personal y toma de conciencia se produce cuando rompe con el statu quo de esposa y madre al abandonar a su marido en 1931, harta de la pobreza, la soledad y las cargas familiares para el sustento de la prole y los cuidados en el hogar. Sus primeros años de casada en  Gallarta se resumieron en el vaticinio que le hiciera su madre sobre qué es el casar: “Hilar, parir y llorar”. En su caso, se tradujo en parir un hijo y cinco hijas, vivir la muerte de cuatro de ellas; pasar hambre hasta el punto de no tener leche para amamantar al bebé de turno; construir su propia casa y trabajar en el huerto; coser para traer el pan y atender a un marido minero y sindicalista, que estaba, indefectiblemente, en la cárcel, en huelga o en la taberna. A todo ese sacrificio –común entre sus vecinas– ella sumaba una intensa actividad intelectual autodidacta como periodista y estudiosa del marxismo, así como el ejercicio de la política como militante socialista, primero, y fundadora del PC vasco, después. Es lógico que se sintiera tentada a aceptar la oferta de su partido para instalarse en Madrid y trabajar como periodista en Mundo Obrero. Así lo hizo, cogió a los dos niños y se plantó en la capital. En alguna entrevista, ella admite que el matrimonio con Julián Ruiz no deja de ser la oportunidad que provoca su rebeldía ante el destino y dice que con otro marido se habría quedado relegada en casa y anulada. Cosa difícil de creer