Draghi: tarde, mal y para los mismos

Si algo caracteriza nuestro tiempo es lo corta y selectiva que se ha vuelto nuestra memoria. Hace apenas unos años, no mucho más de un lustro, economistas ortodoxos, medios de comunicación especializados y el mundo de las finanzas en general babeaban ante la sabia gestión de la política monetaria que atribuían a Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal estadounidense. Greenspan era un mago, un genio, un ser que la Providencia había tenido a bien brindarnos para demostrarnos que la política monetaria no era tan complicada de gestionar, que lo complicado era encontrar a un ser de las características cuasi sobrenaturales que se le atribuían.

Mientras tanto, se iban fraguando, bajo sus narices y con su permisividad, las bases de una burbuja inmobiliaria que, unida a la expansión de los mecanismos de titulización de activos y al estímulo del mercado de derivados, acabarían por llevarnos a la Gran Recesión en la que nos encontramos.

De aquello no aprendimos nada. Como andamos cortos de memoria y necesitamos de mitos rápidamente hubo que reemplazar al ángel caído. Su sustituto fue Mario Draghi, presidente del todopoderoso BCE y, a todas luces, el nuevo ídolo del sector financiero de cuya élite procedía y a cuyo servicio tan fielmente pasó a responder.

A Draghi se le han llegado a atribuir poderes ocultos: pronunció una frase (“el BCE hará todo lo necesario para sostener el euro”) y la tormenta sobre la deuda soberana se aplacó. De nada sirve concluir ahora, ante tanta ramplonería, que lo único que hizo fue afirmar que actuaría como debe actuar cualquier gobernador de banco central responsable, esto es, como prestamista de última instancia, comprando toda la deuda soberana que los mercados no quisieran absorber para evitar la quiebra de algún estado de la Eurozona.

Pues bien, Draghi ha vuelto a actuar y el coro ha respondido como se esperaba, alabando las virtudes de la nueva divinidad.

Así, la semana pasada, con varios años de retraso con respecto a la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón y tras negar repetida y recientemente el riesgo de deflación en la Eurozona, rebajaba el tipo de interés de referencia a 15 puntos básicos y aplicaba una medida ciertamente heterodoxa: aplicar un tipo de interés negativo de 10 puntos básicos para los depósitos de la banca en la entidad a fin de penalizar su rebalse y fomentar su canalización hacia la economía real.

Las medidas

Estas medidas se acompañaban de otras destinadas a inyectar más liquidez en el sistema. Por un lado, se dejarían de esterilizar los programas de compra de bonos soberanos mediante subastas semanales de depósitos a la banca comercial. Y, por otro lado, establecía una nueva barra libre de financiación para las entidades financieras de hasta 400 mil millones de euros a cuatro años de vencimiento aunque, en esta ocasión, se introducía una cláusula de condicionalidad: esos recursos deberían canalizarse hacia la economía real, fundamentalmente hacia los hogares y las pequeñas y medianas empresas, excluyendo el préstamo hipotecario, con el objetivo de quebrar la restricción crediticia a la que esos agentes se encuentran sometidos desde que las entidades financieras entendieron que era más rentable dedicar los fondos recibidos a través de la barra abierta de liquidez a especular con deuda soberana que a dirigirlos a la economía real.

Junto a todo ello, también anunciaba que se habían iniciado los preparativos para poner en marcha un programa de compras de créditos a las pequeñas y medianas empresas (los denominados en la jerga ABS o bonos de titulización bancaria), un verdadero programa de relajación cuantitativa.

Como es de suponer, Draghi no defraudó a sus fieles correligionarios, los miembros de la élite financiera, que esperaban algunos bidones de gasolina para continuar con sus prácticas pirománticas y recibieron todo un buque cisterna.

Y es que si algo puede deducirse de las medidas adoptadas por el BCE es que son el producto de una absoluta e interesada incomprensión de los problemas reales de la Eurozona que privilegia los intereses de la oligarquía financiera a los que sirve en detrimento de la recuperación de la economía real y que trata de sustentar ésta sobre más endeudamiento o, lo que es lo mismo, sobre el mismo problema que debería estar enfrentando.

Para ello, no tiene el más mínimo pudor intelectual al obviar, por un lado, que la restricción crediticia que atenaza a hogares y empresas no financieras no es un problema de falta de oferta de crédito sino de insuficiencia de demanda solvente; y, por otro lado, ignora, como si no fuera con él, la insolvencia global del sistema bancario europeo, al que se niega a reestructurar a pesar de que en breve le corresponderán las oportunas competencias y algo ya debería de saber al respecto.

Ante tantos errores de diagnóstico pocos milagros pueden esperarse, por mucho que el entusiasmo de los acólitos persista.

Consecuencias

En primer lugar, porque de ninguna de las medidas anunciadas se puede esperar un impacto positivo sobre las tasas de crecimiento del producto nominal que permitan reducciones significativas sobre el desempleo. Nada podrá avanzarse en la solución de la crisis si no se asume que una parte, sólo una parte, del problema de Europa es que se encuentra atrapada entre un BCE que ha mostrado una tensión compulsiva hacia la deflación, unas autoridades europeas obsesionadas por la aplicación procíclica de políticas fiscales contractivas y un sistema bancario insolvente que, en su afán de recapitalizarse y desapalancarse para evitar reestructurarse, está ahogando a la economía real.

En segundo lugar, porque nada garantiza que el que se pongan a disposición de la banca hasta 400 mil millones de euros para tratar de aliviar la restricción crediticia de familias y empresas, aquélla vaya efectivamente a demandarlos y canalizarlos hacia éstos. Si la banca está devolviendo anticipadamente el 55% de los recursos demandados en los primeros LTRO y si el crédito a las entidades no financieras sigue cayendo al ritmo al que lo hace, el problema no puede ser de liquidez sino de demanda solvente. Si a ello se le une el hecho de que las nuevas exigencias de capital impuestas sobre la banca le obligan a reducir sus activos y, además, se cierne en el horizonte la incertidumbre acerca de los resultados de los test de estrés de este otoño, que también añaden tensión sobre sus necesidades de capital, la resultante no puede ser otra que un freno continuado sobre la concesión de crédito hacia la economía real, lo quiera o no el BCE.

En tercer lugar, la medida de penalizar los depósitos en el BCE con un tipo de interés negativo tampoco es una medida que favorezca, forzosamente, la expansión del crédito porque, de entrada, no convierte en solvente la demanda insolvente y porque, además, incentiva que esa liquidez se dirija hacia deuda soberana a corto plazo para disminuir coyunturalmente su liquidez y evitar así pagar el impuesto, lo cual significa más gasolina para la burbuja de la deuda soberana de las economías periféricas.

Pero es que, además, como ocurrió en el caso de Dinamarca, esa medida puede ser repercutida por la banca sobre sus depositantes, bajando aún más los tipos de pasivo para tratar de desincentivar la entrada de nueva liquidez, o sobre los prestatarios, repercutiendo entonces negativamente sobre el crédito, lo contrario de lo que se deseaba.

Y, en cuarto lugar, si lo que se pretendía era depreciar un euro sobrevalorado la resultante no podía haber sido más frustrante: el euro se ha mantenido en su nivel tras una primera reacción a la baja. Parece que las instituciones financieras ya habían descontado gran parte de esas medidas, tal vez –sólo tal vez- porque Draghi las había anticipado casi todas.

En definitiva, las medidas del BCE llegan tarde, mal y desenfocadas si se las contempla desde la perspectiva real. Otra cosa es si las valoramos desde la perspectiva de la élite financiera pero, de eso, tal vez Greenspan podría hablarnos con mayor propiedad.