La droga mató a Seymour Hoffman

Se ha muerto Philip Seymour Hoffman de un exceso de vida mucho antes de que le tocara morir por guión.

Creíamos que a estas alturas de la película nadie podía irse por un exceso de “pureza” de heroína, por una alteración de la mezcla rutinaria, por una potencia no habitual de la droga. Pero este actor excelente, que a mí me conmovió en “La Duda”, en “Antes que el diablo sepa que has muerto” y en “Truman Capote”, no nos podrá ofrecer nuevas muestras de su inmenso talento. Nos queda el consuelo de volverlo a ver en aquellas películas en las que nos entusiasmó, apurando su calidad, sabiendo que no habrá nuevas actuaciones memorables.

La escabechina de la droga devastó a los jóvenes españoles sobre todo en los ochenta. Todo era posible. No había consecuencias. Las madres no sabían qué era aquello que se metían sus hijos. Desde Galicia a Euskadi, de Cataluña a Madrid, de Andalucía a Canarias, por toda España, los jóvenes de mi generación y, sobre todo, de las anteriores, caían muertos en una contabilidad aturdida, imparable, sin fin.

Gente guapa, marchosa, culta muchas veces, roncanrolera, artista, con talento en muchos casos, vital, curiosa, llena de ganas de vivir.

Estábamos los rojos, que éramos más serios, estrictos, reunidos, leyendo, tirando panfletos, todo el rato comprometidos y con trenka, más convencionales en el fondo; y estaban aquellos que vestían hippies o con chupa negra, con pulseras, que se atrevían con sustancias entonces exóticas que consumían por vías que nos resultaban imposibles a los que estábamos en la revolución.

En el espacio de la cárcel convivíamos los llamados presos políticos que, si éramos revisionistas, leíamos “La Regenta”, “La saga/fuga de J.B.”; a Hegel, el Kucinsky y a Tuñón de Lara; y estaba la primera gente encarcelada por droga, que leía a Kerouac, Lobsang Rampa y, a veces, a Walt Whitman. Es verdad que leíamos nosotros más sus libros que ellos los nuestros, que algunos de los nuestros leían a Whitman sin necesidad de convivencia entre tribus urbanas, que entonces no sabíamos que se llamaban así.

Nos queda la duda de saber qué hubiera sido de Seymour Hoffman de no haberse topado con ese azar del malo que es una mezcla maldita, cuántas interpretaciones conmovedoras nos hubiera dado de no haberse metido ese maldito pico. Al parecer era consciente de que su adicción se lo llevaría por delante -“si no paro, se que moriré”-, porque le “gustaba todo” y porque a veces es imposible bajarse de según que placeres, por dañinos y terminales que sean.

Nunca hay un buen momento para morirse a los 46, pero esta vuelta al pasado, a la devastación de la muerte en España, sobre todo en los ochenta, me golpea, por Hoffman, y me duele y me lleva al recuerdo de los que se fueron cuando pensaban que todo era posible.