Estar al día de las teorías conspiranoicas da mucho trabajo. Confieso que no me interesan especialmente, pero si uno se dedica al periodismo científico es inevitable cruzarse con las más disparatadas interpretaciones sobre la actualidad y aguantar algún que otro insulto y amenaza.
En una de sus manifestaciones más grotescas, algunos de los más obstinados negacionistas de las vacunas aseguran que existe una confabulación para añadir moléculas de ARNm a la comida y así llenar de ‘microchips’ el cuerpo de quienes se negaron a ser ‘inoculados’. En su versión más actualizada, de principios de este año, se extendió el rumor de que Bill Gates había comprado acciones de Heineken con la intención de echar ARN a la cerveza. “Difundid entre vuestros familiares y vuestros amigos”, decía uno de los mensajes más reproducidos, “va a echar ARNm y proteína Spike a mazo. Es urgente. Peligro máximo”.
Una de las características del material genético, y de las moléculas de ARN en particular, es que está asociado a la vida y por tanto está por todas partes (al menos en este planeta; si uno vive en Tralfamadore ya no me meto). Comer alimentos sin ARN es, en consecuencia, tan imposible como la vieja aspiración de comer tomates “sin genes”. Simplemente no se puede. E ingerir moléculas de ARN, del tipo que sean, es perfectamente inocuo, de modo que el miedo a que te lo echen en la bebida tiene un punto cómico que recuerda al famoso meme de José Tojeiro, aquel personaje televisivo de los 90 al que unas prostitutas habían echado “droja en el colacao”.
En psicología es bien conocida esta capacidad de los negacionistas para soportar la “disonancia cognitiva” e integrar las contradicciones a su discurso sin pestañear. Así, por ejemplo, uno puede defender a la vez que los astronautas nunca pisaron la Luna y que la NASA tiene allí una base secreta (dediquen medio segundo a considerar si ambas cosas pueden ser ciertas a la vez). O que el objetivo de las vacunas era matar a la mitad de la población, pero también cronificar la necesidad de nuevas dosis y medicamentos (dediquen otro medio segundo a considerar las dos opciones).
Un fenómeno interesante es que los defensores de estas posiciones suelen negar de forma conspicua los avances de la ciencia mientras que, al mismo tiempo, su discurso implica que creen que la investigación está en un estadio de desarrollo mucho más avanzado del que ha alcanzado en realidad. Porque pensar que para hacer llegar una vacuna a la población basta con rociar alimentos (o soltar productos químicos desde las alturas), y que esta tecnología permite manipular el comportamiento humano y la salud, es creer en una ciencia “indistinguible de la magia”, como vaticinaba el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke.
Esta semana publicábamos en elDiario.es dos noticias científicas relacionadas con el tipo de avances que están abriendo nuevos caminos. La primera era un nuevo ensayo clínico en el que se demuestra la potencial aplicación de las vacunas de ARNm para combatir el cáncer, incluidos algunos de los tipos más agresivos como el de páncreas. Estas “vacunas terapéuticas” están basadas en la misma tecnología que permitió superar la pandemia de COVID-19 y ahora son una de nuestras mejores bazas para combatir una enfermedad tan letal. La segunda noticia era una nueva aplicación en neurocirugía que podría permitir, en un futuro, implantar electrodos sobre la corteza del cerebro a partir de trépanos más pequeños sin tener que levantar parte del cráneo.
Las dos noticias nos ofrecen una idea de la dificultad que sigue entrañando cada pequeño avance que la ciencia hace para mejorar nuestra salud. Desarrollar una inmunoterapia contra el cáncer requiere una cantidad de esfuerzo colectivo y de recursos que apenas alcanzamos a imaginar, mientras que acceder a un cerebro para monitorizar su actividad con precisión es una delicada operación que requiere la coordinación de decenas de especialistas, en condiciones de gran excepcionalidad.
Pero hay personas por ahí que piensan que se pueden controlar la salud y la voluntad de forma remota y sencilla, con la complicidad de la comunidad científica internacional.
Cuando tienen delante un avance de verdad, estas mismas personas sienten que su castillo de naipes está en peligro y recurren a la negación o a la amenaza. Es imposible que los científicos se acerquen a una cura del cáncer, argumentan, pero es perfectamente factible que usen su tecnología para envenenarnos o matarnos. Es “el timo de la estampita más grande de la historia”, me espetaba una negacionista respecto al ensayo sobre el cáncer de páncreas. “Qué asco que dais, ojalá se os juzgue en un futuro por cómplices del genocidio provocado por las inyecciones (no vacunas) de ARN”, me decía otro amable defensor de la “verdad”. No se dan cuenta de la contradicción que implica el hecho de que nieguen los logros de la ciencia real, al tiempo que le atribuyen capacidades de control que ni el más desinhibido de los investigadores se atrevería a soñar.
En su sabiduría, Carl Sagan ya había advertido de que vivir “en una sociedad profundamente dependiente de la ciencia y la tecnología, y en la que nadie sabe nada de estos temas” era nuestro boleto ganador para el desastre. El trabajo de quienes comunicamos ciencia es reducir esa brecha y tratar de que la opinión pública tenga una idea cabal de los avances, errores y desafíos que la investigación implica de verdad, para inmunizarla contra ese virus de la paranoia que algunos pretenden inocular.
Ahora que ha pasado el tiempo, los datos nos dan más perspectiva: en España se vacunaron más de 41 millones de personas, casi el 91% de la población mayor de cinco años, y no solo no se cumplió ninguno de los vaticinios catastrofistas de la muchachada del “aullido” y el gorrito de papel aluminio, sino que fue la prueba de madurez de una tecnología que puede que cambie para siempre nuestra forma de combatir la enfermedad. Y esa es la otra noticia que importa, que la ciencia va ganando la partida, para fastidio de los egomaníacos con ganas de enredar.