El título no es mío. Se lo he tomado prestado al escritor Alfonso Ussía, quien hace más de veinte años publicó un libro, Manual del ecologista coñazo, en el que tiraba de su acreditada ecofobia para ridiculizar a los defensores del medio ambiente con recursos tan manidos como aquello del “ecologista sandía” ya saben: verde por fuera y rojo por dentro.
Es muy común que la derechona recurra a su rancia retranca para embestir contra los ecologistas. Nunca lo ha dejado de hacer. La palabra ecologista ha sido maltratada por diferentes sectores desde siempre. Es probable que no exista ninguna otra que, englobando un concepto tan honesto y generoso, haya sufrido tanto desdén.
El diccionario la define con dos voces precisas: “Que propugna la necesidad de proteger la naturaleza” y “Persona que es partidaria de la defensa ecológica”. No le concede categoría social ni le asigna posicionamiento ideológico: la esencia del ecologismo es proteger la naturaleza y preservar el medio ambiente. Algo propio de la condición humana, pues es imposible ser y existir desde la razón sin ser ecologista.
Los seres humanos compartimos un afán común: el de respirar, alimentarnos y desarrollarnos en un medio ambiente propicio. Procurarnos un entorno en el que tengamos acceso al agua potable, a un aire sano y limpio, una comida saludable, unos paisajes bien conservados y unas fuentes de energía renovables. Ser ecologista es defender eso.
Cuando desde el ecologismo se plantea la necesidad de un cambio de paradigma en el modelo de desarrollo no es con ánimo de dar el coñazo. Nadie propone dar marcha atrás para volver a la cueva, esa es la réplica del mediocre intelectual. Decrecer no equivale a retroceso sino a moderación. De lo que se trata es de disociar nuestro ritmo de crecimiento del ritmo de consumo de recursos naturales: solo así alcanzaremos un ritmo de desarrollo sostenible.
Hoy en día consumimos un 50% más de recursos naturales que hace tres décadas. Mantener ese nivel de extracción es imposible. Todos lo sabemos. El petróleo se acaba. También lo tenemos todos claro. Como el gas natural, el carbón y el uranio. Sin embargo persistimos en agotar estos recursos condenándonos al fracaso.
Buena parte de los metales, los minerales y los materiales que nos han servido para llegar hasta aquí están agotándose en la naturaleza, por lo que los costes medioambientales para obtenerlos son cada vez mayores. Además las emisiones asociadas a ese modelo de desarrollo insostenible nos condenan a la incertidumbre y sentencian a las generaciones venideras a vivir en un escenario climático mucho menos confortable y seguro para nuestra especie. Es algo que resulta incomprensible desde la razón, que intenta expresarse a través del ecologismo.
Ser ecologista es simplemente aceptar esa realidad. Es imprescindible tener en cuenta el altísimo coste medioambiental de nuestro actual modelo de crecimiento económico y aceptar que estamos superando la capacidad de respuesta del planeta, que ya no puede seguir nuestro ritmo.
Resulta paradójico que algunos sigan utilizando a estas alturas la palabra ecologista para el descrédito social o la descalificación personal. Especialmente quienes se definen como conservadores, que además no conservar lo esencial, la naturaleza y sus recursos, difaman a los que piden su conservación.
Por eso en este día mundial del medio ambiente es oportuno reivindicar la palabra ecologista. Defender la autoridad moral de quienes practican el ecologismo en su día a día, los que defienden la naturaleza y reivindican un medio ambiente más sano para todos.
Feliz Día Mundial del Medio Ambiente. Para muchos de los que andamos por aquí, como lectores o redactores, mañana también lo será. Y pasado. Y al otro.