Hace poco más de un año, en España nos ocupaba mucho hablar de la difícil situación económica por la que atravesábamos, con sus enormes cifras de paro (que siguen siendo muy altas). También se hablaba de la cantidad de jóvenes bien preparados que tenían que salir de nuestro país para buscarse la vida en el extranjero (y que aún siguen saliendo). Igualmente se discutía con ardor en las tertulias, sobre la culpabilidad de las muertes acaecidas entre asustados subsaharianos al intentar saltar las vallas de Ceuta y Melilla en busca de una vida mejor. Y se habló de Gamonal, un tranquilo barrio de Burgos, en el que los vecinos se opusieron a la intención de su Ayuntamiento de acometer una costosísima obra, cuyo importe entendían era más necesario emplear en subsanar otras carencias del barrio. Oposición que terminó con éxito.
Otro caso que sorprendió mucho, fue el de los resultados que obtuvo en las elecciones europeas, con su recién creado partido político, un joven profesor de la Universidad de Madrid que venía interviniendo como tertuliano en una serie de programas televisivos, y que consiguió cinco parlamentarios en las Cortes europeas.
Y así, además de hablar de fútbol, lo hacíamos de estos y otros temas que se sucedían en esos días.
Ahora, poco más de un año después, tras celebrarse elecciones municipales en toda España, y autonómicas en la mayoría de las regiones, vemos como en las tertulias el tema de discusión preferido son los acuerdos, pactos o negociaciones entre los partidos que han obtenido la posibilidad de ser clave para gobernar en los Ayuntamientos y en las Comunidades Autónomas. Es cierto que esto ha sido casi una revolución, pues nunca vimos que cuatro grupos políticos fueran tan fundamentales en el arbitraje de la gobernabilidad local y autonómica.
Y al preguntarnos por qué ha sucedido esto, la respuesta parece sencilla: por la profunda decepción que ha producido en la sociedad la corrupción política tan generalizada en nuestro país.
Es cierto que ha habido nuevas propuestas que quieren abrirse paso en el actual panorama político, y eso hace necesario que se imponga el diálogo a la rivalidad y al enfrentamiento en aras de lograr un consenso que acierte en la búsqueda del bien común. Aunque, metidos en acuerdos, debates, reuniones, compadreos y demás componendas en las que parecen estar concentrados los nuevos y viejos partidos políticos por ver quien se lleva el gato al agua, no parecen darse cuenta de otras cuestiones más graves que pueden afectarnos a todos en nuestro futuro de manera mucho más preocupante.
A las cuestiones que me refiero, son, entre otras, las decisiones que se están adoptando en Europa respecto a Grecia, ya que pueden acarrear consecuencias imprevistas a muchos otros países europeos si no se pacta un trato más solidario con el pueblo heleno. Y no digamos las que recomienda el FMI con respecto a España, puesto que, después de felicitarnos por el comportamiento de nuestra economía, nos echa un jarro de agua fría diciendo que hay que darle otra vuelta de tuerca a las reformas llevadas a cabo hasta ahora.
Y nada menos que nos recomienda abaratar aún más el despido, pues dice que su coste sigue siendo muy alto a pesar de nuestra reforma laboral, y asegura que despidos más baratos y fáciles ayudarán a aumentar la contratación indefinida; también pide que se suban los impuestos, aplicando “una gradual reducción de los tratamientos preferenciales en el IVA”, pero nada dice de subir los impuestos directos a los más potentados. También pide que se obtengan ahorros fiscales mediante la reducción de costes en la educación y sanidad públicas, abogando por el copago.
Y qué decir del Tratado de Libre Comercio e Inversiones, conocido como TTIP, que están negociando entre Washington y Bruselas dentro del mayor secretismo posible, con el objetivo fundamental de que las grandes corporaciones de los dos lados del Atlántico incrementen sus ventas, para lo cual intentan eliminar las barreras reguladoras de sus potenciales beneficios con la cláusula ISDS, que deja el arbitraje en manos de grupos organizados por las grandes corporaciones, apartando así a los respectivos tribunales de justicia nacionales.
Sinceramente, ante este panorama, no podemos asistir pasivamente a un tipo de negociaciones que quiere imponer el gran capital sobre la mayoría ciudadana, utilizando como intermediarios a los gobiernos que, para mayor desfachatez, dicen hablar en nombre de la gente.
Si los políticos españoles, con independencia de sus diatribas, de sus intereses partidistas o, incluso, de sus buenas intenciones, no intentan buscar un acuerdo entre ellos, y analizar en profundidad estas cuestiones con el fin de alcanzar un arreglo conjunto (para lo que ayudaría la complicidad de otros países), puede ser indiferente quien termine gobernando en los ayuntamientos y CCAA, y también será escasamente relevante quien gane las elecciones del próximo invierno, pues, al final, serán los de siempre quienes tomen las decisiones. ¡Y no van a ser precisamente los políticos!