Esto empieza a ser una pesadilla. Con el buen tiempo, los ministros del ramo se sueltan el pelo (es un decir) y nos deslumbran con sus metáforas. Si una señora, ya casi olvidada para el gran público, Elena Salgado, nos introdujo en la jardinería con sus brotes verdes, el dúo Guindos y Montoro nos está metiendo de lleno en la silvicultura con sus vigorosas raíces de la economía española. El problema de estos ejemplos, como es fácil de deducir, es que ni la jardinería ni la silvicultura sirven de mucho para entender los problemas económicos que nos afectan.
Cabría esperar que alguien se tomara la molestia de explicar los argumentos favorables al optimismo, si los hay, y desde luego que si los empleados resultan meramente transitorios, así se reconozca. Porque hay serias dudas sobre que las exportaciones vayan a ser la palanca del nuevo ciclo de crecimiento, o de que el volumen de trabajo ofrecido por la economía española vaya a crecer, no ya para recuperar niveles de ocupación con jornadas de trabajo completas para la población que busca empleo, sino para transitorios empleos temporales y parciales. Y esto que se solicita a los responsables españoles es exigible, con la misma contundencia, a los responsables de las orientaciones de política económica de la Unión Europea, desde la Comisión al Consejo Europeo, pasando por el cada vez más siniestro ECOFIN.
Pero si las metáforas se van desvaneciendo ante la tozudez de la realidad, el mantra sigue siendo el mismo: hay que avanzar en las reformas estructurales. Y, con esto, ¿qué se quiere decir?
Con la apelación a las reformas estructurales se hace referencia a flexibilización de relaciones económicas que distorsionan el buen funcionamiento del mercado, dando por supuesto que dicha rigidez es el origen de los problemas. Por lo tanto, la fórmula para el éxito frente a la crisis no puede ser otra que limitar los obstáculos a la mejora de la competencia en el mercado. Sin entrar a discutir este diagnóstico, sí hay que pasar directamente a las reformas indicadas, es decir, a la terapia propuesta y realizada.
Brevemente, la crisis financiera en España ha tenido como compañero al sector de la construcción, con una relación entre ellos perversa: el alto endeudamiento. Pareció lógico empezar a devolver las deudas para sanear el sector financiero, y así, poco a poco, continuar con el control del frenazo a la actividad en el sector de la construcción.
¿Cómo se pagan las deudas? Con los recursos generados en la economía nacional que, en vez de aplicarse sobre la misma, se aplican al pago de la deuda. Y aquí empezó el desastre. Se optó por la política más arriesgada: mejorar la competitividad exterior de la economía española. No es que este objetivo no sea deseable, es que es el más incierto, en tanto que depende del comportamiento de actores ajenos a la propia economía española: la evolución de nuestros socios comerciales, particularmente de la Unión Europea, del tipo de cambio para los externos a la Unión, del precio de las importaciones de difícil sustitución (como la energía y otras materias primas, pero también de muchos bienes de capital y de consumo de lujo) e, incluso, de la incertidumbre política internacional. Además, la decisión se tomó en plena tormenta de la crisis internacional.
La mejora de la competitividad es resultado de múltiples factores: los costes de producción, la organización empresarial, los costes de localización (geográficos y administrativos), la mejora del acceso a nuevas infraestructuras, el espíritu emprendedor, la paz social en los centros de trabajo o el grado de preferencia de los consumidores nacionales por la producción nacional, entre muchos. Todos ellos pueden ser considerados factores estructurales.
Pues bien, entre todos ellos, se primó la mejora de los costes de producción, pero no de cualesquiera, sino que se eligió el coste del trabajo, mediante una serie de reformas laborales. La disminución del coste del trabajo debiera facilitar la reducción de los costes de producción y distribución, mejorar la competitividad de los productos y, así, favorecer el espíritu emprendedor hacia nuevas inversiones (por ser más atractiva la rentabilidad de los negocios y por el desánimo ante el trabajo por cuenta ajena). Claro que, como en toda crisis, este hecho ha sido una oportunidad bien aprovechada por otros, como, por ejemplo, por el sector energético nacional que no ha dudado en subir los precios desde su posición oligopólica (¿por qué será tan difícil construir el mercado energético europeo?).
Pero, ¿y el sector financiero?, ¿y el sector de la construcción? Pues han quedado libres de las reformas estructurales. El sector financiero ha visto reducir el número de bancos –con coste para el contribuyente, por cierto- sin que se haya impulsado la competencia en su mercado. Al contrario, seguimos sin crédito y con limitaciones oficiales en la competencia por el pasivo. La opción de una banca pública activa se ha descartado, ni se ha discutido. Habrá que esperar a una futura reforma estructural de un sector financiero más concentrado, casi una utopía. De momento, los bancos extranjeros abandonan su presencia en el mercado español. Para ambos sectores, mecanismos de apoyo, ayudas, nueva valoración de activos y ventas al por mayor de miles de viviendas a postores a largo plazo por la empresa pública creada a estos efectos (la Sareb) mientras continúan los desahucios y sigue habiendo pobreza habitacional entre los españoles. ¿Dónde están las políticas de viviendas sociales?
Al mismo tiempo, se han destruido empresas y empleo, se han reducido los salarios y se está contrayendo el gasto público. Los componentes nacionales de la demanda efectiva se han debilitado hasta el punto de que su reanimación solo se hace desde los sectores sociales de rentas altas y medias altas, con un impacto negativo en el crecimiento de las compras al exterior, como ponen de relieve las nuevas importaciones de vehículos de alta gama favorecidas con los sucesivos PIVES.
En definitiva, la economía española está consolidando su propio círculo de empobrecimiento: no hay financiación, continúa la destrucción de empresas, no se amplía la capacidad de empleo, no se impulsa la demanda hacia la producción nacional, las exportaciones se estabilizan, no se invierte y no se generan rentas salariales mientras que la desigualdad se acentúa, el riesgo de pobreza y la pobreza misma se extiende y se fortalecen posiciones oligopólicas en el mercado nacional.
No se trata de avanzar en las reformas sino de romper este círculo. Esto exige un fuerte impulso (big push) que no puede ser financiado por el debilitado sector público español, limitado, además, en su capacidad por los compromisos de estabilidad presupuestaria y su elevado endeudamiento, pero que no cabe confiar ni a los bancos españoles que buscan recomponer sus balances, tampoco de las grandes empresas, ensimismadas en sus proyectos internacionales, solamente puede venir de la Unión Europea.
En este sentido, la política expansiva del Banco Central Europeo (banco central también de España, no se olvide) podría contribuir a la devaluación de euro y hacer un poco más competitivas a las exportaciones, pero, ¡ay!, España depende demasiado de las importaciones de petróleo que necesariamente se encarecerán, lo que introducirá subidas de costes internos.
La otra alternativa es que la Unión Europea maneje colectivamente variables internas: desde la profundización del mercado interior, la aplicación rigurosa de la política de competencia a los oligopolios, el apoyo a las pymes, relance, de una vez, los planes de empleo con los recursos financieros sobrantes (más de un año sin hacer nada después de haberse acordado) y amplíe la capacidad crediticia del Banco Europeo de Inversiones (BEI), que para esto está.
Pero para solicitar todos estos cambios a los socios europeos -y recibir su apoyo- se necesita un país responsable, con dirigentes solventes y sin mácula de sospecha sobre su gestión pública y privada.
¡Horror! ¡Qué pesadilla!
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.