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¿Es la educación 'paperless' sostenible o una moda?

21 de febrero de 2023 22:09 h

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En la maravillosa película Forrest Gump, el personaje principal, encarnado por Tom Hanks,  padece discapacidad intelectual, por lo que tiene que contestar repetidas veces a lo largo de su vida acerca de si es estúpido, y lo hace con absoluta convicción: “Mamie says stupid is as stupid does”.

Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la estupidez tiene dos acepciones, la segunda ya la ha apuntado Forrest; la primera denota torpeza notable en comprender las cosas. 

La tecnología extraordinaria que hoy nos facilita y enriquece la vida surte también efectos no deseados, incluso perversos, frecuentemente inadvertidos. Si esa inadvertencia es voluntaria, entonces encierra una torpeza que urge corregir.  La moda vigente y regente del uso generalizado de los medios digitales en los predios educativos es deudora de esa torpeza en una medida superior a lo deseable, arrumbando criterios razonables y sensatos en su enfoque y uso.

Desde hace ya años, quizá demasiados, hemos entrado en un estado de confusión inducida generalizada acerca de los beneficios de la digitalización para la educación, que han llevado a sustituir los libros y el papel en general de las aulas y las habitaciones de los estudiantes, y de no pocos de sus profesores. Esta tendencia convertida en moda se enseñorea con aires de superioridad infundada, sin ningún denuedo, al hacer gala de programas educativos con el adjetivo de paperless. Si no eres paperless, eres un troglodita que, además, pone en peligro la sostenibilidad. 

No me refiero al uso de medios telemáticos para impartir docencia, de los que existen ejemplos dignos de imitación, y que nos facilitan a todos salvar distancias geográficas y temporales. Ni al poderoso apoyo de la digitalización como herramienta de los procesos de aprendizaje entrado el siglo que vivimos.

Ahorrar en luz, agua, gas, petróleo, y un ilimitado etcétera de todo lo que pueda contaminar es un esfuerzo loable, en el que debemos insistir, porque, además de sostener el planeta, nos dotará de una sobriedad que conviene a nuestra propia sostenibilidad personal y social. Fomentar organizaciones de todo tipo con un uso en declive agudo del papel en la era del smartphone tiene sentido; de hecho es una guerra que se va ganando en todos los frentes. Nuestro Diario es un palpable caso de éxito.

Sin embargo, la realidad pertinaz e insobornable se encuentra en las antípodas de esa cosmovisión sin papel cuando hablamos de educación, de extraer (del latín educere) las mejores cualidades intelectuales y morales que llevamos dentro. Ahí los medios digitales pugnan por convertirse en la razón de ser de su propio uso. Ricard Solá, neurocientífico y comisario actualmente de una feria sobre el cerebro, muy alejado de posiciones pedagógicas trogloditas, afirmaba recientemente: “La neurociencia nos ha enseñado que el libro de papel, para aprender, para comprender, memorizar o establecer relaciones entre partes de un discurso es mucho más poderoso que cualquier medio digital. Pese a que se hable de lo maravillosos que son los medios digitales, para la educación eso está lejos de ser cierto”.

Aprender conlleva dominar con eficacia asuntos complejos según la edad; eso exige que nuestra mente funcione como lentes cuyos rayos de atención convergen, absorbiendo absolutamente las ideas o las habilidades que quieres dominar. Para mejorar ese nivel de atención uno tiene que mejorar la capacidad de concentración. Las pantallas compiten mal con el papel a la hora de tensar nuestra inteligencia para disparar su potencia; en cambio seducen con éxito una curiosidad desparramada en cascada. De hecho, en los programas educativos de marras a menudo pasamos de la pantalla digital a la fotocopia de celulosa; de modo que el alumno pueda realmente estudiar lo que aspira a aprender.

El hábito de aprendizaje en un estado de atención atenuada o reducida, en especial debido a la digitalización progresiva de nuestras vidas a través de varias pantallas, que nos ofrecen distracción a demanda, es realmente devastador para nuestra capacidad comprensiva en general.

Nuestros cerebros construyen la visión que tenemos del mundo a partir de aquello a lo que prestamos atención; podemos ignorar lo negativo y disfrutar de los positivo. Gestionando la atención con cierto ingenio es uno de los resultados más potentes de adquirir el hábito de estudiar para aprender; eso sí, disfrutando a raudales. 

Cuando oigo tan a menudo hablar de educación paperless, me viene a la memoria (hoy tan injustamente tratada) un texto del Quijote (parte I, capítulo XVII), cuya lectura digital desaconsejo, en el que se describen los efectos del Bálsamo de Fierabras. “Es un bálsamo —respondió don Quijote— de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte, ni hay pensar morir de ferida alguna. Y ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer sino que, cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo. Luego me darás a beber solos dos tragos del bálsamo que he dicho, y verásme quedar más sano que una manzana”.

Frente al bálsamo digital a la hora de educar, apuesto por los profesores que a base de oficio y vocación logran que sus alumnos de todas las edades tengan verdaderos deseos de aprender. A partir de ahí está todo por ganar, incluso el lugar para el paperless realmente sostenible por sensatez.