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Los efectos de la cultura como recurso

Los dos Planes Estratégicos de Cultura de Barcelona, lanzados respectivamente en los años 1999 y 2006, enmarcan simbólicamente un ciclo histórico en la ciudad. Se trata de casi dos décadas durante las cuales las políticas oficiales han otorgado a la cultura un papel relevante como motor económico y herramienta de integración ciudanana. Al leer hoy el Plan del 2006, nos damos cuenta sobre todo de la incapacidad de las élites políticas de la ciudad para focalizar de manera global la doble crisis económica y de régimen político en la que estamos sumidos. Una crisis a la que no es ajena la propia práctica de la gestión pública ejercida por esas mismas élites a lo largo del tiempo.

La concepción del papel de la cultura que destilan estos Planes oscila entre un idealismo reformulado por los intereses institucionales y un tecnocratismo indisimulado. Como explicábamos en un artículo anterior, la cultura ha servido ejemplarmente en la ciudad de Barcelona como un “recurso”, depositándose en las políticas culturales la función de operar como un ejercicio de “excelencia” creativa individual, como una “industria” activadora de la matriz productiva y como una práctica “cohesionadora” del tejido social. Pero debemos a fecha de hoy someter a un severo diagnóstico las tendencias generales que dichos Planes han producido, empezando por cómo la cultura ha sido utilizada como una forma de gobierno urbano que homogeneiza la ciudad a la que se dice querer promover en su diversidad.

Apelar a la integración de las diferencias mediante la cultura ha servido en muchos casos para desplazar conflictos sociales en beneficio de un imaginario urbano “multicultural”. Bajo esa visión, las políticas culturales oficiales han promocionado todo aquello adaptable a la oferta de una ciudad-marca, en detrimento de las formas de cultura disonantes. El resultado ha sido una gobernanza que ha camuflado nuestra compleja y a veces problemática realidad urbana, intentando determinarla o sofocarla mediante cada vez más pobres estrategias de marketing, oscilantes entre la “participación” teatralizada de la ciudadanía hecha impotente y la aplicación creciente de una regulación autoritaria sobre el espacio público urbano.

Esta forma de gobernar (mediante) la cultura ha acabado favoreciendo crecientemente a aquellas élites urbanas capaces de controlar los mecanismos de capitalización de aquello que hoy definimos de manera general como “marca Barcelona”. Tanto el capital simbólico como los beneficios económicos producidos mediante el recurso a la cultura han beneficiado cada vez más a los grandes intereses empresariales e inversionistas que extraen su renta también del tejido “creativo” local. Barcelona se ha convertido así en un escenario abierto a los lobbies turísticos e inmobiliarios y a las grandes corporaciones que orientan o directamente se encuentran detrás de estrategias como el intento reciente de convertir Barcelona en una “smart city”. Con los años, unas políticas de la cultura que pretendían protagonizar una nueva modernización histórica de la ciudad, se han ido pervirtiendo hasta convertirse en estrategias institucionales cada vez más decadentes desde el punto de vista de la calidad democrática. Por sintetizarlo en una imagen provocadora, se puede decir que a lo largo de estas décadas se ha ido estableciendo una conexión no siempre evidente entre las políticas culturales oficiales y la venta de parcelas de territorio a las élites financieras. La conexión entre el recurso a la cultura y la gentrificación de las ciudades se remonta internacionalmente a la década de 1980, y ha cobrado impulso en la ciudad de Barcelona en cada uno de los ambivalentes grandes eventos institucionales o en la construcción de grandes equipamientos culturales.

La centralidad de la cultura en las políticas de modernización o de remodelación urbana de Barcelona ha provocado paradójicamente una degradación cada vez mayor de la ciudad. Barcelona como ciudad-marca ha capturado continuamente todas las cualidades de su entorno (territoriales, culturales, sociales...) para crear un “valor diferencial”. Ese valor es justamente el que ha buscado hacer destacar la marca-ciudad en el competitivo mercado de la globalización económica, donde las grandes metrópolis internacionales compiten agresivamente por atraer turistas e inversores. La marca-ciudad ha ido convirtiéndose cada vez más en una mera representación institucional que haría apetecible Barcelona a la inversión especulativa o al consumo. Es difícil considerar Barcelona actualmente una ciudad democrática construida ampliamente por una ciudadanía libre que produce una cultura rica, heterogénea y dinámica. En sus dimensiones más visibles al mercado global, Barcelona se vive interiormente como una ciudad sobrediseñada, con un tejido “creativo” precarizado que es explotado para producir un recurso cultural institucionalmente banalizado y puesto fundamentalmente al servicio de la frialdad comercial.

Mediante este muy conciso diagnóstico queremos expresar la idea de que la crisis del modelo de políticas culturales locales es indisociable de una doble crisis más general del modelo económico y del régimen político que surge de la Transición, lo que en la revolución democrática ciudadana denominamos sintéticamente “régimen del 78”. Pero todo diagnóstico crítico severo ha de contemplar importantes matices para no provocar un bloqueo de la capacidad de leer qué señales positivas surgen en la crisis de este modelo. Es imprescindible saber reconocer los indicios de cómo se podría devolver a la cultura una nueva centralidad, ahora al servicio de la revolución democrática. Por ello, no somos muy amigos de los enfoques críticos que plantean la “marca Barcelona” como un proyecto totalizador plenamente exitoso, sin tener en cuenta cuáles han sido a pesar de todo las ambivalencias que este modelo ha desplegado en sus momentos menos autodegradados. Para empezar por lo más obvio, la centralidad que el recurso a la cultura ha adoptado en las políticas de gobierno de la ciudad, hacen que Barcelona sea actualmente una ciudad ampliamente dotada de equipamientos. La gran dotación que Barcelona a pesar de todo disfruta en lo que se refiere a infraestructuras culturales de diferente escala, resulta un punto de partida que es inevitable tener en cuenta para una nueva planificación cultural democrática y de iniciativa ciudadana.

Interrelacionado de muy diversas formas con las infraestructuras culturales de la ciudad, el tejido cultural “creativo” fomentado por las políticas oficiales como un caldo de cultivo del que extraer rentabilidad institucional y empresarial, ha crecido de una manera diferente a como preveía la visión influida por el modelo de las “industrias creativas”. Este tejido “creativo” es ahora en la crisis una constelación desregulada y precarizada que no obstante produce, difunde y distribuye cooperativamente la cultura, incrustada en el propio tejido metropolitano. Y de la misma forma, la función otorgada en las décadas pasadas a la cultura como un mecanismo de cohesión social (de acuerdo a unos intereses de gobierno cada vez más homogeneizadores, restrictivos y autoritarios) no ha destruido sino que ha llevado a transformarse la riqueza de las formas de “cultura popular” de la ciudad. Unas “culturas populares” que han de ser arrancadas de su conceptualización más idealista, para comprender cómo han constituido históricamente verdaderas prácticas de articulación política de las clases subalternas.

Esas constelaciones de prácticas de muy diversa cualidad tienen que ser hoy día adecuadamente identificadas. Arraigadas históricamente en la ciudad o sobrevenidas por el advenimiento de nuevas culturas urbanas globales, protagonizadas por sujetos territorializados o por sujetos nómadas, articuladas bajo formas administrativas o empresariales reconocibles o difuminadas en dinámicas cooperativas informales, por completo ajenas o en relación intermitente con las instituciones culturales oficiales... constituyen potencialmente el cuerpo de una ciudadanía nueva. Este cuerpo ahora desatendido o desdibujado debe cobrar una nueva vida civil vigorosa, mediante unas políticas culturales adecuadas a la revolución democrática.