Eficacia indiferente

9 de septiembre de 2024 22:21 h

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Hace ya muchos años, cuando estudiaba Derecho Administrativo, me quedé sorprendido por la capacidad sintética del autor del manual que usábamos cuando afirmaba: “la administración pública funciona con eficacia indiferente”. La frase me ha acompañado siempre y aún hoy me resulta útil para caracterizar las ventajas e inconvenientes del funcionamiento burocrático de las administraciones públicas. Las ventajas derivan de la homogeneidad con que, reglamentariamente hablando, se ha de tratar a todo el mundo. Cualquier intento de personalización en la prestación de un servicio público implica una peligrosa desviación hacia el pantanoso terreno de la discrecionalidad. La clave estaría en tratar a todo el mundo de manera igualmente indiferente. Los inconvenientes son evidentes, ya que precisamente todo el final del siglo XX y el inicio del XXI han estado marcados por la vinculación entre calidad de un servicio y el grado en que ese servicio encaja, se adapta a las peculiaridades de una persona o colectivo.

La exigencia de reconocimiento de la diversidad de cada quién es hoy una bandera que está casi al mismo nivel de la demanda de igualdad. Y precisamente lo que cada día chirría más es la confusión, que de manera clara se hace en el funcionamiento de las administraciones públicas, entre igualdad y homogeneidad. Reconocer y tratar de atender la diversidad no es lo mismo que tratar a la gente de manera desigual. Y, de hecho, cada vez resulta más claro que la desigualdad social condena a vivir con mayor homogeneidad. Cuantos más recursos tengas, más capacidad de ver reconocida tus especificidades y sesgos. Solo hace falta ver la diversidad de tiendas, servicios y productos que están disponibles en los barrios más residenciales de las ciudades y la reducida y limitada oferta que se da en los barrios con índices de renta más bajos. Las diferencias de clase son cada vez más diferencias en la disponibilidad de servicios y productos de consumo.

En las administraciones públicas, las cosas no han seguido un itinerario comparable. La igualdad, entendida como homogeneidad, sigue siendo el paradigma. Y ello, en su momento, fue claramente un gran avance modernizador. Se ha llegado a comparar lo que Weber significó para el funcionamiento de las administraciones públicas con lo que Taylor y Ford fueron en la esfera del sistema productivo. Luego se habló de posfordismo, de toyotismo (o incluso de zarismo, en alusión a Zara), para referirse a como la gran industria ha sido capaz de seguir llegando a muchos segmentos de población distintos, combinando producción masiva con gran diversificación. Las administraciones públicas han ido manteniendo, mal que bien, su capacidad de dirigirse y generar servicios de manera indiferenciada al conjunto de la ciudadanía, anteponiendo equidad universalista a las relaciones o vínculos personales. Siendo, ese principio general de atender por igual a todo el mundo, un activo importante de la democracia. Aunque ello implique, demasiadas veces, dejar en un segundo plano la atención a la diversidad, incentivando así que los que más tienen puedan buscar complementos o atenciones más personalizadas en los aledaños de los servicios públicos o directamente en la oferta mercantil cada vez más atenta a esa relación personalización-calidad. 

Resolver esta cuestión no es para nada fácil. Lo que podríamos denominar como el código genético de las administraciones públicas no facilita el atender a la diversidad sin erosionar su capacidad de universalidad. Pero, estamos en momentos especialmente álgidos, con debates de fondo sobre la capacidad de la democracia para resolver problemas, para responder manera eficaz a los retos que van emergiendo o a los de siempre que se van complicando. La clave es el mantenimiento de la adhesión a los servicios públicos por parte de sectores sociales que vayan mucho más allá de los que, por su propia situación económica, no les queda más remedio que la oferta pública. Los temas clave son las tensiones entre universalidad y personalización, pero también la que se plantea entre derechos individuales y colectivos, y las derivadas entre lo que la equidad exige y lo que la eficiencia en la gestión aconsejaría.

Lo que ha ido sucediendo es que las tensiones mencionadas han conducido a un exceso de legislación y reglamentación. En demasiadas ocasiones la constatación que la norma existente no acababa de encajar bien en alguno de los supuestos que pretendía cubrir, ha conducido a emitir una nueva normativa que tratara de evitar lo que se había detectado. Pero, la propia complejidad en la que estamos inmersos, la constante innovación en el ámbito empresarial y social, los cambios que la digitalización genera, ha obligado a que la máquina de producción normativa no cese en su empeño en atrapar la nueva realidad, en una carrera perdida de antemano. Nuevas normas que, en demasiadas ocasiones, lo que pretenden es difuminar responsabilidades y seguir confundiendo seguridad jurídica con procedimiento.

La maraña normativa y administrativa se va haciendo cada vez más tupida y solo apta para gestores y especialistas, lo que nuevamente hace más selectivo su acceso y su comprensión. Frente a ello deberíamos, por un lado, ser más capaces de pasar de los controles ex ante a controles a posteriori, aumentando, si es necesario, la penalización en caso de incumplimiento. Y, por otro lado, digitalizar y descentralizar muchos procesos administrativos. Combino ambos aspectos, ya que, si bien la digitalización es imparable y puede permitir un cambio muy importante en las labores de los administradores públicos, reduciendo el trabajo de trasiego y comprobación de documentación e incrementar así las labores más cualitativas, el acercar la capacidad de comprensión y de control de lo que ocurre, es asimismo muy importante. Digitalización y descentralización pueden asimismo ayudar en responder a lo que antes comentábamos: personalizar los servicios públicos sin dejarse por el camino valores clave como equidad y acceso universal.