No suelen llamar la atención. No solemos reparar en ellos. Son los ejemplos del diccionario: esas pequeñas frases que desde una posición secundaria ilustran los significados de las palabras. En comparación con sus compañeras las definiciones (escrutadas, debatidas y comentadas hasta la saciedad), los ejemplos del diccionario son discretos y tienden a quedar fuera de los focos. Ni siquiera cuando la RAE publica las actualizaciones del diccionario a final de año y durante unos días la labor lexicográfica abre telediarios y ocupa titulares nos fijamos en los ejemplos que las acompañan. Hasta hace unas semanas, cuando sucedió algo inaudito: en el programa de TVE La Revuelta el cómico Jorge Ponce utilizaba los ejemplos del diccionario académico para armar una sección humorística. Los ejemplos del diccionario abandonaban momentáneamente su tradicional posición subalterna y, durante unos minutos, se convertían en las protagonistas absolutas del prime time televisivo.
A primera vista, los ejemplos de las entradas de un diccionario pueden parecernos una cuestión menor, un complemento a las definiciones, que es donde verdaderamente reside la enjundia del diccionario. Pero, lejos de ser una cuestión baladí, los ejemplos del diccionario apuntan a una cuestión lingüística (y casi filosófica) mucho más profunda. Tendemos a pensar en el diccionario como en una colección de definiciones, pero el lugar donde verdaderamente reside el significado es el uso. Una definición no deja de ser una construcción artificial a posteriori que busca abstraer o resumir el sentido que subyace al conjunto de usos que los hablantes hacen de un término. Una destilación que es útil, pero necesariamente incompleta y parcial frente a la inconmensurabilidad del uso. Esto, que dicho así parece una perogrullada, queda de alguna manera escondido en la estructura de los diccionarios convencionales y en la manera en la que tendemos a pensar en el significado de las palabras: parece que la definición fuera lo que existiera en primer lugar, y luego vinieran los ejemplos a ilustrar esa definición platónica que precede a lo demás. Pero el orden es exactamente al revés: la definición emana del uso. Si no hay ejemplos de uso que sustenten la definición, entonces la definición es incorrecta. Si hay suficientes ejemplos de uso de palabras o sentidos no recogidos por el diccionario, entonces lo que falla es la definición. Sin ejemplos de uso no hay definición posible.
Solemos pensar que si uno quiere saber lo que significa una palabra, es en la definición donde debemos mirar. Pero basta ver cómo aprendemos los humanos nuevas palabras y significados para comprender la participación residual que tienen las definiciones en el proceso: de media, un adulto reconoce del orden de 30.000 palabras. ¿Cuántas de ellas aprendió a partir de una definición explícita? Muy pocas. La inmensísima mayoría de las palabras que maneja un hablante las habrá adquirido a partir de contextos reales de uso. Dicho de otro modo, el mecanismo primordial y más eficaz por el que las personas aprendemos vocabulario es a través de observar las palabras usadas en contexto. La manera en que un bebé adquiere nuevas palabras no consiste en recitarle el diccionario, sino en exponerle a nuevos términos en su día a día situados en contexto.
El papel central que tiene el uso en la adquisición de nuevos significados explica por qué los ejemplos son prácticamente obligados en los diccionarios escolares o para estudiantes de lengua extranjera. Porque además los ejemplos de uso facilitan no solo entender el significado de las palabras (lo que en lingüística se llama función descodificadora) sino que también aportan información sobre cómo usar esa palabra en contexto (función codificadora). ¿Cómo saber si no es a través del uso que en español las duchas no las haces ni las recibes, sino que te las das o te las pegas, o que las decisiones se toman, pero no se cogen? En palabras del lingüista J. R. Firth: you shall know a word by the company it keeps (algo así como “dime con quién anda una palabra y te diré lo que significa”).
En comparación (y a pesar de lo que da a entender el sketch de La Revuelta), el diccionario de la RAE es un diccionario particularmente pobre en lo que a ejemplos se refiere. Un paseo informal por sus entradas es suficiente para comprobar que la gran mayoría de las definiciones del diccionario académico no contiene ningún ejemplo. Y cuando sí lo hay, es difícil dar con el criterio que justifique que algunas definiciones lo tengan y otras no. La entrada para la palabra “rojo” contiene ocho acepciones, pero solo la última (“rojo” con el significado de señal de tráfico luminosa que prohíbe el paso en los semáforos) va acompañada de un ejemplo (“Al ver el rojo, paró inmediatamente”). Por algún motivo, los signos zodiacales están todos escrupulosamente ejemplificados (aunque el ejemplo es básicamente una plantilla bastante decepcionante con la forma “Yo soy [ ] , ella es piscis” que se repite y en la que va cambiando el signo ejemplificado en cuestión). La pobreza y la falta de consistencia en la presencia de ejemplos es una de tantas incongruencias del diccionario académico. Muy posiblemente la escasez de ejemplos en el diccionario de la RAE venga heredada de cuando la labor lexicográfica se veía necesariamente constreñida por las limitaciones del papel, limitación que aunque tenga explicación histórica es difícil de sostener hoy, que el formato principal del diccionario es digital.
Afortunadamente, hay vida lexicográfica más allá de la RAE. El Diccionario del español actual (conocido familiarmente como el Seco, por su primer director, Manuel Seco) es un magnífico diccionario de español actual que tiene precisamente el uso como eje central: el diccionario Seco recopila el vocabulario desde 1950 hasta hoy documentado en una gran colección de textos reales de España (libros y periódicos, fundamentalmente). La vista avanzada del diccionario nos permite ver ejemplos reales de uso para cada definición dada, junto a la fuente real de la que procede el ejemplo. Si bien para el público general el diccionario por defecto es el de la RAE, el Seco es un monumento de la lexicografía española que hace palidecer al diccionario académico en no pocos aspectos y que desde el año pasado se puede consultar libremente en internet (aprovecho para reivindicar: ¿para cuándo una versión en abierto del Moliner?).
No obstante, poner el uso en el centro de la labor lexicográfica también tiene sus trampas y no está exento de problemas. En el gremio se conoce como “fantasmas lexicográficos” a aquellas palabras que llegan a los diccionarios porque aparecen documentadas en algún texto, para años (o décadas) más tarde descubrir que lo que se creyó que era una palabra nueva que debía ser recogida en el diccionario era en realidad una errata del texto o un fallo en la interpretación del documento. El diccionario académico recogió en 1822 la palabra “lercha” porque aparecía en El Quijote en la expresión “como sardinas en lercha”, y la definió como “junquillo con que se atraviesan las agallas de los peces para colgarlos”. La palabra “lercha”, sin embargo, es una rareza que no se ha logrado documentar en otros textos y aunque la cuestión entre los especialistas es polémica, es posible que ese “lercha” se tratase de una errata del texto, donde quizá debería decir “percha”. Es, no obstante, demasiado tarde para “lercha”, que sigue hoy recogida en el diccionario de la RAE y que por contagio aparece también en otros diccionarios. “Lercha” es quizá un polizón lexicográfico, un muerto viviente que ha conseguido pasar desapercibido entre los vivos.
La próxima vez que consulte un (buen) diccionario, no pase por alto los ejemplos de uso que lo pueblan: los casos de uso son la piedra sobre la que se construye el imperio de los significados.