Es obvio que las decisiones judiciales no pueden ser sometidas a ratificación popular. El principio de “exclusividad jurisdiccional”, que está presente entre los principios constitucionales relativos al poder judicial en todos los Estados democráticamente constituidos, exige que sean jueces y magistrados los únicos que puedan administrar justicia, así como también que los jueces y magistrados no puedan hacer otra cosa que administrar justicia. El Poder Judicial es un compartimento estanco en el interior del Estado Constitucional. No se puede penetrar en él desde fuera, pero tampoco él puede proyectarse hacia el exterior. Esto es lo que quiso decir Montesquieu en su famoso capítulo “Del Espíritu de las Leyes” sobre la división de poderes al calificarlo como “invisible y nulo”.
Únicamente los jueces y magistrados pueden, por tanto, administrar justicia y una decisión judicial únicamente puede ser corregida en el interior del poder judicial a través del sistema de recursos. Esto no puede ser siquiera sometido a discusión, a menos que nos situemos fuera del “Estado de Derecho”.
Ahora bien, la Constitución en el artículo 117.1 dice que “la justicia emana del pueblo”. Son las primeras palabras del primer artículo del Título VI de la Constitución, “Del Poder Judicial”. Esto es lo primero que el constituyente subraya respecto de dicho poder. La justicia “se administra” por jueces y magistrados, pero dicha administración tiene que “emanar del pueblo”.
Hacer visible que la “justicia emana del pueblo” es, en consecuencia, la primera obligación de jueces y magistrados en el ejercicio de la función jurisdiccional. Y es una obligación que exige dos cosas:
La primera es un respeto escrupuloso al principio de legitimidad democrática que se expresa a través “de la sumisión del juez al imperio de la ley” (art. 117.1 CE). A diferencia de los poderes de naturaleza política, legislativo y ejecutivo, cuya legitimidad democrática es visible, porque son elegidos periódicamente por los ciudadanos, la legitimidad del poder judicial no lo es. El juez tiene, por tanto, que hacerla visible, Tiene que justificar que no es su “voluntad particular” sino la “voluntad general” la que se impone con la sentencia que él dicta. La subjetividad del juez debe brillar por su ausencia. Cuando esto no ocurre, es una señal de que no se está ejerciendo la función jurisdiccional de manera apropiada.
Ahora bien, el respeto del principio de legitimidad democrática es condición necesaria, pero no suficiente. Hace falta algo más. La interpretación de la ley tiene que hacerse de manera que resulte inteligible para la opinión pública. No es imprescindible que la comparta, pero sí lo es que no le repugne.
Y ello exige un esfuerzo de empatía por parte del juez, que no es fácil. Y no lo es porque los ciudadanos que ejercen la función jurisdiccional no son no ya “representativos” sino ni siquiera “expresivos” del “pueblo”, del que emana la justicia que ellos administran. Más bien todo lo contrario. El juez es un técnico, un especialista, que adquiere la condición de juez después de haber obtenido la licenciatura en Derecho y de haber superado unas pruebas acreditativas de su capacidad muy exigentes. El juez se caracteriza, en consecuencia, no por parecerse a los demás ciudadanos, sino por no parecerse a ellos. No hay nada más extraño al ciudadano en el proceso de administración de justicia que el juez que la imparte.
Y sin embargo, ese especialista tiene que convencer con la fundamentación jurídica de la sentencia que está aplicando de manera independiente e imparcial la ley. De que es la “voluntad general” y no “su voluntad particular” la que figura en la sentencia. Convencer a la sociedad y no a quienes han sido partes en el proceso, cuya opinión está condicionada por su condición de parte. El juez tiene que tener, como decía Jefferson, un “respeto decente a la opinión pública”, tiene que conseguir que la ciudadanía acepte su independencia e imparcialidad en el proceso de administración de justicia. Y eso únicamente lo puede conseguir con la fuerza persuasiva de su argumentación.
Si no es así, el proceso de administración de justicia se encanalla y se convierte en lo contrario de lo que debe ser. Pocas cosas afectan tanto a la convivencia como la pérdida de confianza en la administración de justicia. Y dicha pérdida es inevitable cuando una decisión judicial no se entiende. En tales casos es cuando suele producirse un rechazo espontáneo y masivo contra esas decisiones judiciales encanalladas. Es lo que ocurrió con la sentencia de “la manada” y lo que está ocurriendo con la sentencia de “Juana Rivas”. La reacción ciudadana cuando se produce de la forma en que se ha producido en estos casos, es la certificación de que se ha producido un ejercicio desviado, encanallado de la potestad jurisdiccional.
Y ese ejercicio desviado y encanallado, como dijo la Ministra Isabel Celáa tras hacerse pública la sentencia de Juana Rivas, duele. Cuando llueve sobre mojado, duele todavía más.