Cualquiera que haya tomado un avión sabe que los controles de seguridad son largos, tediosos, a veces desagradables y, en general, un auténtico fastidio para el viajero, pero todos nos sometemos a ellos más o menos de buena gana porque suponemos que sirven para evitar posibles males. ¿Qué puede pasar si alguien sube a bordo con un arma o con algo que permita fabricar un arma, amenazar al piloto, desviar el avión de su curso, asesinar a algún pasajero o tripulante? Nadie queremos que suceda y por eso, incluso cuando tenemos la sensación de que no haría falta, no protestamos.
¿Cuántos casos se han dado en los últimos años de secuestros de aviones, de asesinatos a pasajeros, de construcción de artefactos explosivos en el mismo diminuto baño de a bordo? Que yo sepa, cero. Sin embargo, seguimos haciéndolo por ese... “por si las moscas”, “no vaya a ser que...” Mientras tanto está tan clavado en la mente de los gobiernos, de los pasajeros, de la policía, de todos los que están relacionados con la posible situación que a nadie le extraña y, de hecho, los sucesos se han reducido drásticamente.
Es algo que nos podría pasar a cualquiera de nosotros, es peligroso, es desestabilizador para una sociedad. Por ende, hay que hacer algo en contra para evitar que suceda. Lógico, ¿no?
Ahora les voy a pedir un pequeño esfuerzo de imaginación: piensen en el hipotético caso de que un día, en las noticias, nos dicen que han asesinado a un farmacéutico, pongamos por caso. A la semana siguiente vuelven a asesinar a un farmacéutico en otra ciudad. Y unos días después a otro. Como mucho al tercer farmacéutico, o bombero, o maestro, tendríamos una alarma nacional y se desplegaría un dispositivo policial alucinante para evitar que continúen matando farmacéuticos. Sigan imaginando un poco más allá: ¿qué pasaría si en lugar de farmacéuticos fueran políticos -locales, autonómicos, nacionales- las víctimas? Estaríamos en pie de guerra. Porque no podemos consentir que nadie asesine a nuestros políticos, ¡faltaría más! Todos los efectivos del país se pondrían en marcha para evitar la monstruosidad que representaría el asesinato de políticos, independientemente de su sexo o su género o partido.
Piensen ahora lo que está pasando con los feminicidios. Llevamos más de treinta mujeres adultas asesinadas y algo más de diez chicas menores de edad en lo que va de año. Hay protestas, manifestaciones y dolor, sobre todo desde los colectivos feministas aunque hay también muchos hombres que apoyan las protestas, pero no está sucediendo realmente nada para acabar con la situación. Todo resulta “lamentable” y “deplorable” en la jerga política, pero no tenemos la sensación de que haya una auténtica voluntad de frenar y erradicar lo que está sucediendo. Las mujeres siguen siendo consideradas una extensión del varón, del marido, del novio. Más bien del exmarido o el exnovio, que siente como propiedad a la mujer y no está dispuesto a consentir que ella lo deje o se decida por otra pareja.
En nuestro país, en pleno siglo XXI están siendo asesinadas un montón de mujeres -más de mil desde que empezamos a contar,- sin que la reacción oficial pase de tibia. “Se hace lo que se puede” y con eso lo dejamos. ¿Haríamos lo mismo si hubiera un remonte del terrorismo? ¿Haríamos solo “lo que se puede”? ¿Estaríamos dispuestos a aceptar el asesinato de profesores universitarios -varones- a manos de estudiantes descontentos? ¿O de jueces, por parte de familiares de quien ha sido condenado a una larga pena de cárcel?
Evidentemente se trata de preguntas retóricas: no estaríamos dispuestos a conformarnos con ese estado de cosas. Cualquier gobierno haría absolutamente todo lo posible para cortar ese mal de raíz. Estoy convencida de que se haría, sobre todo, si las víctimas fueran hombres y se les asesinara por serlo o por razón de su desempeño profesional.
Sigamos imaginando: la misma situación que planteé al principio, pero al revés. Supongamos que asesinan a una profesora de secundaria, y luego a otra y un par de semanas después a otra más, hasta que un año llevemos cuarenta. Me puedo imaginar que todas las cadenas de televisión se frotarían (metafóricamente) las manos ante una carnaza semejante, se llenaría todo de programas sobre psicópatas, asesinos en serie, paralelos con otros asesinos de otros países, fotos de las víctimas y toda la parafernalia, y lo más probable es que se dijera que “condenamos enérgicamente la violencia en todas sus manifestaciones” y que se “ha desplegado un operativo policial encaminado a averiguar qué está pasando y cómo podemos ponerle coto”. Básicamente lo mismo que se hace en general en cuestiones de violencia contra las mujeres por el hecho de serlo, esa realidad meridiana -la violencia de género- que, sin embargo, algunos partidos de ultraderecha se niegan a reconocer.
Nos llenamos la boca de hermosas palabras y hasta nos creemos en ocasiones que hemos progresado mucho, pero la verdad es que las mujeres seguimos estando por debajo en la estima general, y nuestra vida es menos importante que la de los varones. Seguimos cobrando menos, las pruebas de nuevos fármacos no tienen apenas en cuenta su actuación en un cuerpo femenino (las malditas hormonas de las mujeres, que lo complican todo, dicen), siguen existiendo mayores esperas en centros hospitalarios cuando la paciente es mujer... y lo peor, lo peor de todo: cuando alguien habla de estas cosas y protesta de la situación, se la tacha de exagerada, de antigua, de feminazi y de otras cosas peores.
Acaba de saltar la noticia de que en Afganistán, el monstruoso régimen de torturadores y asesinos que detenta el poder desde la retirada de las tropas estadounidenses (y que conste que no defiendo la presencia estadounidense en Afganistán ni en ningún otro país) ha decidido que la voz de una mujer no debe ser oída fuera de la esfera íntima. Esto se añade a todas las horrorosas prohibiciones que ya conocemos, como la de negar a las niñas la educación más allá de los doce años, prohibirles trabajar, negarles el acceso a la sanidad (porque no pueden ser tratadas por un médico varón, y está prohibido que las médicas ejerzan), cubrirlas de pies a cabeza, prohibir que se oigan sus pasos, tapiar las ventanas de sus casas, negarles la posibilidad de reír y cantar (tampoco creo yo que tengan muchas ganas de hacerlo, en esa muerte en vida a las que las han condenado) y forzarlas a contraer matrimonio con hombres desconocidos que pueden violarlas, pegarles y incluso matarlas dentro de la ley.
¿Qué hace la comunidad internacional para atajar estas salvajadas, este flagrante desprecio de los Derechos Humanos? Poco, tirando a nada. Condenarlo enérgicamente, considerarlo deplorable, ofrecer en los diferentes consulados y embajadas en Kabul la posibilidad de que soliciten asilo en el exterior, trámites que llevan más de dos años y para los que hay que salir de casa (está prohibido si no te acompaña un varón de tu familia inmediata) y tener acceso a un ordenador. Sé que los consulados están desbordados de trabajo, sé que en la mayor parte de países no se desea acoger inmigrantes (los partidos de derechas, incluso los moderados, están cada vez más en contra de recibir y ayudar a personas en situaciones desesperadas), sé, sobre todo, que a nadie le importa demasiado lo que les pase a las mujeres.
Me angustia la frialdad que se está extendiendo por nuestros países occidentales. Me preocupa que todo se convierta en una reflexión intelectual y que se eche la culpa de todo a la narrativa que se hace de los hechos (que tiene una importancia crucial, pero que palidece en comparación con el dolor real de las personas).
Nunca he sido capaz de comprender que la mitad de la población oprima, sojuzgue y asesine a la otra mitad (miremos lo que está pasando con las mujeres en la India, la falta estadística de niñas en China, las muertes por ablación de clítoris en África, los feminicidios en México, la violencia de género en España y en otros países europeos) y, sobre todo, que no se considere una emergencia nacional, que no estemos dispuestos a poner todos nuestros recursos a contribución de esta emergencia para solventarla de una vez por todas.
No basta con decir, como tanto se dice en tuits de políticas y políticos: “No estáis solas”. ¡Pues claro que están solas! Están solas porque las dejamos solas. Porque, en el fondo, no nos importa lo que les pase. Hay temas más importantes, más urgentes, supongo.
Se ve que, en ciertas esferas políticas, la empatía no les llega para darse cuenta de lo que debe de sufrir una mujer sintiéndose desprotegida e impotente, sabiendo que su expareja cualquier día se va a meter a la fuerza en la casa donde ha conseguido refugiarse y la va a asesinar, a ella y quizá también a sus hijos.
Es fundamental que empecemos a hacer algo en contra, algo serio, si queremos seguir llamándonos civilizados.