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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Las palabras importan

Unas horas después de las elecciones generales, la Casa de la Mujer de Fuenlabrada (Madrid), que da ayuda a mujeres y menores víctimas de la violencia machista, apareció con pintadas de esvásticas, “feminazis” y “Vox”. Casi a la vez, alguien escribía en un parque infantil de Murcia amenazas e insultos homófoboscontra el alcalde de Algezares. Al rato, un hombre gritaba a un editorialista conservador “cabrón, rojo, traidor” y otro espontáneo increpaba a un niño en la calle por la longitud de su pelo.

Se trata de agresiones de baja intensidad, sin contacto físico y escaso impacto, pero también síntoma preocupante de la innecesaria crispación cotidiana. En los peores casos, pueden ser el paso previo a ataques más graves, como los sucedidos en las últimas semanas contra inmigrantes o personas identificadas como LGTBI.

Sólo los episodios más graves tienen posibilidades de llegar ante la justicia. Los gritos e insultos en la calle o las pintadas suelen tener poco recorrido penal, pero dejan un poso de desagrado y hostilidad que va minando la convivencia. El insulto teje una red de incomodidad que erosiona el contrato social y fragmenta las sociedades en núcleos cerrados.

Cada persona que increpa o intimida en la calle o en Twitter es responsable de sus acciones y sus consecuencias. Pero no se puede obviar que esos ataques se producen en un contexto contaminado por políticos que creen que cuanto más exageradas y altisonantes sean sus comparaciones y sus insultos más lejos llegarán. Las palabras importan y mucho, como ya hemos visto con Donald Trump.

El aumento de los ataques contra hispanos, negros y judíos en Estados Unidos está avalado por los datos y se puede incluso observar una coincidencia en los condados donde Trump ha dado sus mítines, que incluyen a menudo llamadas a la violencia. Lo que empieza con una nota despectiva en la cuenta contra la camarera latina o un insulto contra una persona que habla español no es sólo un gesto intimidante y desagradable. Es un paso de deterioro en una espiral de aceptación social de la violencia y la discriminación. Confundir el derecho al insulto y el exabrupto contra los demás con una “liberación políticamente incorrecta” es el recurso habitual de quienes desprecian el valor intrínseco de la libertad para que más personas puedan vivir al máximo de su potencial.

En España las palabras de los portavoces de la ultraderecha contra las mujeres, los gays, los inmigrantes y los periodistas están sacadas del mismo libro de la propaganda autoritaria.

El peligro es que arrastren el discurso de otros preocupados por arañar unos pocos votos a costa de renunciar a principios básicos. A Albert Rivera ya le han pasado factura sus palabras altisonantes y desproporcionadas, que asustaron a parte de sus votantes y sus colegas. Pero a otros políticos, no tanto. La brocha gorda y las palabras gruesas son ya parte del discurso público contra los que no son catalanes de pura cepa, contra los propietarios de una casa, los ciclistas, los que viajan, los que migran o los que no comparten cualquier idea política al 100%.

A menudo los políticos no se creen sus propias palabras, que utilizan como un recurso más para llamar la atención. Pero tampoco calibran o no quieren calibrar el efecto de esas palabras, probablemente oídas de refilón y repetidas malamente por sus palmeros mediocres en tertulias y redes sociales. Cuando se quieren dar cuenta es demasiado tarde.