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¿Quién dijo que no se puede ignorar a un elefante en una habitación como metáfora de que hay asuntos espinosos que conviene afrontar aunque uno no se atreva y finja que no existen? Se puede. Lo ha hecho Felipe VI. El rey sabe que el problema de la monarquía española no se llama Pablo Iglesias, sino Juan Carlos I. Es consciente de que no ha habido mayor campaña de desprestigio contra la institución que el comportamiento obsceno y deshonesto de su padre, del que aprendió además muy pronto su cuñado, hoy en la cárcel. Sabe también que nadie nunca hizo más daño a su reinado que el emérito. Y sabe además que, por mucho tiempo que pase, los españoles no olvidarán que quien le antecedió en el trono arrastró por el fango el nombre de España, el de la corona y el suyo propio durante al menos las dos últimas décadas.
Y aun así ha decidido soslayar todo ello. Lean, si acaso no lo escucharon antes de la cena de Navidad:
“Ya en 2014, en mi proclamación ante las Cortes Generales, me referí a los principios morales y éticos que los ciudadanos reclaman de nuestras conductas. Unos principios que nos obligan a todos sin excepciones; y que están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares”.
That's all folks. Un párrafo, dos frases y 57 palabras. Nada más. Esa fue toda la alusión al emérito y a sus reprobables comportamientos. Y eso que de todos sus discursos, este era el más esperado. Suerte que en este año de celebración sólo con convivientes y allegados, hubiera menos “cuñados” con los que enzarzarse porque la zapatiesta estaba asegurada.
El mensaje con el que Felipe VI debía reconectar con los ciudadanos y romper su escandaloso silencio, tras varios meses de noticias sobre fraude fiscal, cuentas opacas y una millonaria fortuna acumulada por su padre en paraísos fiscales, fue una sucesión de lugares comunes y palabras de madera, además de una oportunidad perdida. La que se le reclamaba desde el Gobierno y desde buena parte de la opinión pública y publicada para marcar un punto de inflexión con la corrupción de quien utilizó la jefatura del Estado para enriquecerse de forma deshonesta y presuntamente corrupta durante 40 años.
Entre quienes aprovecharon la coyuntura para impulsar un debate sobre la república, quienes le exigían una disculpa expresa y quienes esperaban una mención explícita por breve que fuera de las fechorías del emérito, el rey se quedó con el consejo solo de los cortesanos. Siguió a pies juntillas la recomendación de quedarse en una mera alusión retórica, que lo mismo sirve para un mensaje de Navidad, que para una coronación, que para abrir un congreso de epidemiólogos. Y aun así dijo entender sus responsabilidades “con el espíritu renovador que inspira mi Reinado desde el primer día”. ¿De qué renovación hablaba? La Casa Real sigue siendo la misma institución hermética y opaca que cuando reinaba su padre. Poco o nada ha cambiado. Y con su escandalosa actitud Felipe VI no hace más que corroborarlo.
La derecha dirá que estuvo a la altura de lo esperado, que Felipe VI es ejemplar, que está comprometido con los valores y principios constitucionales y que no tiene que asumir comportamientos ni responsabilidades ajenas, más allá de lo que ya hizo que fue quitar la asignación anual al emérito. Una parte de la izquierda pensará que con su decisión no ha hecho más que avivar el debate sobre si España será o no en el futuro una república. Y el Gobierno, en público, se quedará en un solemne respeto por sus palabras. En privado, ya se escuchan, no obstante, algunos lamentos gubernamentales por la falta de sensibilidad ante un escándalo mayúsculo que ha afectado a la credibilidad de una institución que en los últimos años no ha sido noticia más que por la sucesión de escándalos acumulados.
Si Felipe VI considera que los españoles no merecen explicaciones ni su condena explícita al comportamiento del emérito se equivoca. Entre su padre y su hija -como sucesora al trono-, con sus palabras queda claro por quién ha apostado. Si la disyuntiva era entre su familia y España, sin duda ha antepuesto el amor de un hijo por el padre a sus obligaciones como jefe del Estado, que también incluyen preservar la estabilidad y la integridad de la institución. De algún modo queda atado a los tiempos pretéritos en los que se creyeron impunes, además de inviolables. Y todo apunta a que el elefante le ha devorado.
“No será difícil que el año 2021 mejore a este 2020”, se despidió. Quizá no sea así en su caso porque la sombra de Juan Carlos I sigue siendo, además de alargada, muy inquietante.
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