Hace días, semanas ya, que evito los telediarios. He llegado a un punto de saturación en el que ya no soporto más información sobre las distancias de seguridad en las terrazas, el drama de los bares vacíos o la angustia ante la perspectiva de no poder invadir las playas como si fuéramos bárbaros. Han pasado los días, las semanas, incluso los meses, y apenas he encontrado, salvo de manera muy excepcional, y nunca en portada, alguna referencia a la dramática situación del sistema educativo en nuestro país. Tampoco ha sido un tema estrella entre los tertulianos vociferantes y ni siquiera entre los políticos que los imitan, por no hablar de mis vecinos, que a estas alturas andan muy preocupados por si les resultará rentable o no abrir la piscina comunitaria.
Cuando faltan poco más de dos meses para que se inicie el nuevo curso escolar, seguimos sin tener respuestas y mucho me temo que, llegado septiembre, la improvisación y el correspondiente caos se adueñará de las aulas. Esta situación excepcional no es nueva si valoramos en su justa medida la poca atención que, en líneas generales, la educación ha merecido en nuestro país, convertida en arma arrojadiza entre los partidos y sometida a tantos vaivenes que no han hecho sino erosionar su naturaleza de derecho fundamental. Y es un derecho esencial, el único de carácter social que nuestra Constitución reconoce como fundamental, porque ninguna democracia puede sostenerse sin una educación pública de calidad. No hay progreso ni desarrollo sostenible si falta la energía creadora y nutritiva que nos ofrece el espacio interactivo y enriquecedoramente diverso que es una escuela, en la que no solo se transmiten conocimientos, que hoy día los tenemos a golpe de clic en cualquier móvil, sino también herramientas para digerirlos y administrarlos, estrategias para darles vida y proyección en nosotros mismos y en nuestro entorno, además de por supuesto valores sin los que la ciudadanía democrática acaba convertida en una especie de competición entre clubes. El mejor antídoto, por cierto, contra muchos de los virus que, más peligrosos que la COVID-19, hoy nos amenazan.
El que debería ser pues eje central de las políticas de cualquier gobierno, no digamos de aquellos que parten de la convicción de que lo público nos iguala, exige recursos materiales y humanos, inversión continuada y planificación ambiciosa, siempre al ritmo, incluso con una cierta capacidad de anticipación, de las transformaciones que marcan el mundo tremendamente cambiante y complejo que vivimos. Es decir, todo lo contrario a un sistema educativo convertido en nuestro país en cenicienta de las políticas públicas, además de en pretexto ideologizado para las luchas de contrarios, lo cual ha repercutido, claro está, en los niveles de formación de varias generaciones que han sufrido una sucesión de leyes educativas cuyo mayor mérito ha sido ir empeorando el panorama dejado por la anterior. Un itinerario lamentable que llega hasta la vigente LOMCE, que es, desde su mismo preámbulo, toda una declaración de intenciones a favor del mercado y el emprendimiento.
La crisis presente nos ha pillado, pues, y de manera muy similar a como en gran medida ha pasado con el ámbito sanitario, con un sistema educativo maltratado, con unos y unas profesionales ninguneados y cabreados, y con unos padres y unas madres que, en general, han seguido concibiendo la escuela como un salvavidas frente al infierno de la conciliación. Las tensiones acumuladas, insisto, durante décadas, no han hecho sino estallar en un final de curso en el que, con las notables excepciones que no niego que las haya habido, se ha salvado gracias a la implicación de maestros y maestras, de profesores y de profesoras, y también, todo hay que decirlo, de los padres y las madres que han querido y que han podido convertirse en una especie de tutores domésticos.
Todo ello por no hablar del sistema universitario que, desde la perversa Bolonia, va cuesta abajo y sin frenos, en una deriva de la que, me temo, solo acabará beneficiándose la libre competición de centros privados. El anunciado horizonte on line no hará sino certificar precariedades y limbos, a lo que contribuirán medidas como la recientemente adoptada por el Ejecutivo andaluz, el cual ha decidido reducir en un 10% el presupuesto dedicado a Universidades. Un auténtico polvorín que me temo que el señor Castells no será capaz de reconducir, entre otras cosas porque él carece de la experiencia encarnada que supone ser pieza maltratada por el laberinto de agencias y burocracias que soportamos quienes un día, ilusos, pensamos que una facultad sería el lugar más propicio para el desarrollo de los saberes humanísticos y el discurrir complejo, siempre al servicio de la sociedad que las sostiene.
Ojalá nuestros gobernantes, aunque sea tarde, sean capaces de darse cuenta de la centralidad que la educación tiene en lo personal y en lo colectivo, en el bienestar de la ciudadanía y en la sostenibilidad de un país que debería encarar el futuro mirando más allá del turismo y las terrazas. Una centralidad que, a su vez, va estrechamente unida a cuestiones urgentísimas como la corresponsabilidad en los hogares, la precariedad de los trabajos ocupados mayoritariamente por mujeres o la urgencia de situar los cuidados en el centro de la agenda pública. Todo ello debería ser prioritario en la acción de nuestros representantes pero también en el impulso de una ciudadanía que, ojalá después de la pandemia, sea consciente de una vez por todas de que la única salida puede venir de la mano de un Estado social más fuerte y comprometido con la superación de todas las brechas que nos convierten en desiguales. Un Estado empeñado en el bienestar de todos y de todas, para el que el triángulo sanidad-educación-cuidados debería ser el eje incuestionable sobre el que redimensionar nuestro futuro más inmediato. Ese en el que los niños y las niñas que todavía no saben cómo será la vuelta al colegio en septiembre se convertirán en ciudadanos y ciudadanas en un mundo más complejo, desigual e incierto que el que disfrutaron sus padres y madres.