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Empezar de nuevo

Cientos de personas toman la uvas en la celebración anticipada del día de Fin de Año en Villagarcía de Arousa. EFE/Salvador Sas
6 de enero de 2025 21:24 h

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Aprovechando que estamos en la primera semana del 2025, he empezado a pensar en ese curioso afán que tenemos los seres humanos de marcar de algún modo el comienzo de cada año. Bien mirado, ¿qué más da? Los años no empiezan ni acaban en ninguna fecha concreta. Todo es cíclico, circular (o elipsoidal) y da exactamente igual empezar el año el 1 de enero que el 29, como toca este año en China, o en marzo o en agosto. De un día para otro no cambia nada objetivamente.

Yo, por ejemplo, me he pasado la vida, desde que ingresé como alumna (no oficial) en las Escuelas Nacionales a los cuatro años de edad hasta que abandoné la docencia universitaria en 2017, empezando el año en septiembre, que era cuando comenzaba el curso académico. Naturalmente también celebraba la Nochevieja con sus campanadas y sus uvas como todo quisque e incluso hacía propósitos de año nuevo que, en general y como le pasa a casi todo el mundo, se iban difuminando a lo largo de enero hasta evaporarse por completo antes de Carnaval.

Lo que me resulta curioso es por qué lo hacemos. Un año puede ser muy largo y me figuro que necesitamos partirlo en trozos manejables para tener la sensación de que la vida no es una carrera de obstáculos en pista circular. Resulta más llevadero decirse a uno mismo: “este año ha sido un desastre; el próximo será mejor” que pensar que estamos en un camino sin solución de continuidad, con altos y bajos, pero siempre el mismo.

Nos gusta poner punto final a las cosas, sobre todo a las malas, y pensar que a partir de ese punto y aparte volvemos a ser dueños de nuestro destino y todo saldrá mejor. La mayor parte de los y las que deciden/decidimos dejar de fumar, hacer más ejercicio, reducir el consumo de alcohol, adelgazar, aprender un idioma, matricularnos en algún curso (pero nunca encontramos el momento ideal), terminar una relación tóxica, hacer las paces con alguien… pensamos que el Año Nuevo es el momento ideal. Por eso necesitamos saber dónde empieza ese año nuevo, y por eso quienes no esperan al 1 de enero y dejan de beber o de fumar o lo que sea que se hayan propuesto en otro momento, recuerdan la fecha en la que comenzaron y, con mucha frecuencia, celebran el aniversario año tras año, como recompensa por haberlo conseguido.

En una sociedad marcada por el catolicismo, como sigue siendo la nuestra (aunque cada vez haya más gente que abandona la Iglesia Católica y ya no bautiza automáticamente a sus hijos e hijas, la mentalidad sigue marcada por nuestro pasado) ese deseo natural en los seres humanos de parcelar la vida y los años, de celebrar el final y el principio de cada uno de ellos, se ve confirmado por la tradición de siglos que se deriva del sacramento de la confesión: cuando has hecho algo mal (cuando has cometido un pecado y eres consciente de ello, según la formulación eclesiástica) tienes la posibilidad de acudir a un sacerdote que te otorga el perdón y, a partir de ese momento, vuelves a empezar de cero, limpio de pecado.

Es, básicamente, lo que sucede en los videojuegos: después del game over, puedes continuar como si nada. A veces bajas de nivel, pero otras veces, si tenías guardado ese nivel, puedes volver a empezar sin consecuencias, lo que resulta muy tranquilizador. Los seres humanos tenemos una gran tendencia a olvidar que los actos tienen consecuencias y nos encanta que haya terrenos donde no tengamos que sufrirlas.

Supongo que por eso celebramos con tanta alegría la Nochevieja: todo lo que ha salido mal en el año que se acaba queda atrás y ante nosotros se abre, resplandeciente, un nuevo camino en el que podemos creernos capaces de hacerlo todo mejor. Es ingenuo, pero ayuda un poco. Aunque solo sea durante un tiempo, ayuda, porque te da unos ánimos para intentar lo que quieres intentar que, de otra manera, no tendrías.

Luego te vas dando cuenta de que las cosas no eran tan fáciles, o de que realmente no tienes la fuerza de cambiar, ni siquiera el deseo de hacerlo y, poco a poco, te vas olvidando hasta que de nuevo se te da la oportunidad de comenzar un ciclo.

En muchas películas estadounidenses se trata un tema similar que, aunque haya partido de aquella sociedad, nos ha contagiado también a nosotros: lo de la “segunda oportunidad”, lo de “pasar página”, lo de “reinventarse”. Les suena, ¿verdad? No sé si será cierto, pero parece que en Estados Unidos, como nadie tiene la obligación de tener carné de identidad, resulta relativamente fácil cambiar de nombre, de trabajo, de ciudad, de estado… y convertirse en otra persona. A mí siempre me hace mucha gracia imaginar algo así en Europa, donde una necesita papeles oficiales para todo y se pasa la vida enseñando el DNI para cualquier cosa, por no hablar de la hoja de empadronamiento, la partida de nacimiento, la partida de bautismo y mil documentos más.

Ellos, como pueden hacerlo, no necesitan esperar al año nuevo para cambiar, pero les gusta, vaya si les gusta. No hay más que ver cómo lo celebran en las calles de Nueva York.

Nosotros, como no podemos hacer eso de cambiar de nombre y de pasado y reinventarnos, nos guardamos los deseos de cambio para el Año Nuevo. Nosotros, además, solemos tener familia (y no me refiero solo a padres e hijos, sino a tíos y sobrinos y abuelos y cuñados y suegros y toda clase de parentescos para los que ellos ni siquiera tienen nombre, como “consuegros”) y ya saben ustedes lo difícil que resulta cambiar teniendo familia, porque hay que dar mil explicaciones para cualquier cambio, desde el color del pelo hasta la elección de pareja, y luego todo el mundo te reprocha que no hayas conseguido mantener tu decisión o te recuerdan que ya te dijeron en su día que no ibas a poder.

De todas maneras, los engaños colectivos suelen gustarnos. Nos encanta pensar que a partir del 1 de enero todo será distinto. Nos gusta decirle a nuestros pequeños que los Reyes Magos vienen de verdad y regalan a todos los niños; nos gusta creernos que podemos hacernos millonarios de golpe comprando un décimo de lotería, nos gusta pensar que el amor eterno puede existir sin que tengamos que hacer ningún esfuerzo para mantenerlo, nos hace ilusión creer que el tabaco no daña, que el alcohol no arruina nuestra salud (“total, dos cervecitas y un par de copas de vino al día no van a ningún sitio”), nos encanta leer revistas en la peluquería y en el dentista donde vemos bolsos de dos mil euros y sofás de cinco mil y viajes maravillosos que cuestan lo que uno no gana en dos o tres meses y creer que, de algún modo, si quisiéramos, podríamos. Algunos incluso nos creemos las promesas electorales o pensamos que si una noticia sale en nuestro diario favorito o en la cadena de televisión de confianza eso significa que está bien documentada y que es verdad.

Nos gusta creer en el cambio y en que el cambio sale mejor en una fecha concreta.

Sin embargo, el año nuevo es siempre; empieza en cualquier momento. Cualquier día de entre los trescientos sesenta y cinco puede servirnos para decidir mejorar y mantener nuestro propósito. No es necesario esperar a la próxima Nochevieja, ni siquiera a mañana, para tratar de hacer un mundo mejor, tratar de no creernos todas las mentiras que nos cuentan ni frustrarnos por no alcanzar lo inalcanzable, tratar de volver a comprender la palabra y el concepto de solidaridad (y no solo en las catástrofes más terribles, sino en la sencilla vida cotidiana), hacernos conscientes de que el mundo empieza todos los días y nunca es tarde para cambiar si de verdad nos importa. Aunque no sea Año Nuevo.

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