La portada de mañana
Acceder
La guerra entre PSOE y PP bloquea el acuerdo entre el Gobierno y las comunidades
Un año en derrocar a Al Asad: el líder del asalto militar sirio detalla la operación
Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Encomio del bicho

Nadie se convierte en héroe por méritos propios, sino por intereses ajenos

Gómez de Ágreda

No podemos dejar en el olvido el hacer el elogio del virus, escribirle su alabanza.

La historia no es ajena a la contumacia humana que precisa del dolor y de la muerte para darse por aludida y, al menos, hincar la rodilla para mirar al cielo unos o al interior, los más, y reparar en aquello que puede darnos sentido. Eso precisamente a lo que no solemos prestar la más mínima atención. Así somos y de eso ha venido a redimirnos el bicho, no sé si con fortuna.

No había verdad más obvia que la de nuestra vida entre el gentío, nuestro obligado amor por la muchedumbre. Falso, porque todos nos fundíamos en el tropel con el deseo ferviente de poder eliminarlo para nuestro propio disfrute. Hemos construido una realidad que excede en mucho al gregario legado del simio o de la tribu, para convertirse en un amontonamiento esencial, constitutivo, intrínsecamente unido a nuestra especie. El bicho nos ha puesto un microscopio delante para que miremos nuestra sociedad. Hace tres meses aún debatíamos, como si tuviera debate, si era razonable prohibirle a un jeta crear edificios de micro pisos de 10 metros cuadrados como solución a la necesidad de vivienda en las grandes ciudades. Hoy nadie cuestionaría que eso es inhumano, pero ha hecho falta un confinamiento y un redescubrir que para vivir, no para malvivir, necesitamos algo de espacio y de luz y, a ser posible, un vano al exterior.

El bicho nos ha descubierto que viajar no es partir aglomerados en aviones en los que nos amontonamos como los cerdos en los camiones camino del sacrificio. Va a ser por miedo por lo que vayamos a poder volver a entrar en museos en los que el arte sea más visible que las cabezas de la turba que los invade. La infección es la que ha devuelto el ansia no de acumular destinos, sino de reencontrarnos en algún lugar con la naturaleza, pero con una que no haya sido borrada por las hordas de nuestros iguales. Hemos vuelto a amar el silencio y la tranquilidad y a descubrir que el mundo puede ser un paraíso solo con que la brisa nos acaricie las mejillas y el sol nos reconforte por dentro.

La pandemia nos ha hecho investigar qué está pasando para que una amenaza salga del reino animal y nos robe la libertad. Nos hace conscientes de que nuestra depravada utilización de los recursos naturales, penetrando cada vez más y cada vez peor en los territorios de otras especies, es lo que nos está poniendo en contacto con los murciélagos y con otros animales a los que no hemos respetado su hábitat. La seguridad de que el cambio climático y el derretimiento de las hielos eternos puede descongelar virus desaparecidos y amenazas biológicas perdidas puede ser más efectiva que mil viajes en catamarán de una niña nórdica. El miedo siempre ha sido un estímulo de supervivencia y ha conseguido ya hasta lo inalcanzable, como que se dejen de pescar ballenas tras décadas de lucha de los ecologistas.

Casi todo lo que el virus hace peligroso es algo revisable porque no está en la medida de lo humano, aunque paradójicamente lo hayamos convertido en nuestra razón de ser. Vemos cómo para mantener la economía, y con ella nuestro estilo de vida, precisamos ponernos en riesgo, pero también que arriesgamos todo lo que tenemos si no seguimos pedaleando. El bicho revelando una evidencia mil veces negada, tan encubierta como el riesgo de aceptarnos como país que vive del reposo del industrioso. ¡Que inventen ellos, ay, y que produzcan también!

Al virus le debemos el comprobar las horas de vida que perdemos y lo que contaminamos por un presentismo muchas veces absurdo y que tiene más que ver con la desconfianza del empleador, el ojo de amo, que con la necesidad real. Así hemos descubierto el placer de volver a comer en casa aquello que cocinamos, el lujo de no depender del grasiento menú del día, de la ensalada junto al ordenador. Ha sido precisa una homogénea amenaza biológica para que sea más evidente que nunca la desigualdad.

Solo a su avance le debemos esa policía cívica que se nos ha desatado dentro para detectar e increpar al que incumple las normas y al que abusa de ellas. Un espíritu de vigilancia constante que nos hace sufrir cuando vemos que decisiones privadas –como bajarse las mascarillas o acercarse demasiado– ponen en riesgo el bien común. Tal diligencia la practican ahora personas que nunca vieron mal al que se escurría de Hacienda o al que quería cobrar o pagar sin IVA o a quien pedía dinero negro, como si esos fómites de avaricia incívica no fueran también la causa de nuestros males.

Si no fuera por el bicho aún discutirían algunos que los inmigrantes no deben ser tratados en la sanidad pública –ahora temen dejarlos enfermos por ahí– o continuarían otros batallando contra las vacunas. Si no fuera por el bicho no estaría a la vista de todos que sin los trabajadores extranjeros no se recogen las cosechas de Europa ni se llenan nuestras despensas y que las condiciones de vida a las que son sometidos no las aceptamos para los que tienen la misma piel que nosotros.

Al coronavirus le debemos haber reparado en lo tranquilos que podemos estar sin tener que comprar compulsivamente para calmar la ansiedad y la insatisfacción de una vida que ha rebasado la dimensión de lo humano. Solo a la muerte que ha sembrado podemos agradecer la unánime opinión de que un estado del bienestar bien regado es la única esperanza para todos, hasta para los ultra liberales que se lamen solos, porque hay batallas que solo puede dar la especie humana en su conjunto. Añadan aquí, lectores, todo ese saber que no hubieran obtenido sin tamaña desgracia.

Alguien tenía que escribir el elogio del bicho, su apología y su alabanza. Tanta realidad y tanta sabiduría y tanta experiencia en tan poco tiempo y para varias generaciones. No cantemos victoria. Los optimistas creen que vamos a salir de aquí cambiados, pero yo no puedo darles ese gusto. El ser humano subsiste por su capacidad para olvidar lo malo y quizá lo más probable sea que esta experiencia no nos vaya a aprovechar demasiado como masa aunque sí a muchos como individuos.

Cosa distinta del optimismo es la esperanza. Como bien dice Vaclav Havel, “el optimismo es la creencia de que las cosas van a ir a mejor y la esperanza es la profunda convicción de que las cosas, vayan como vayan, siempre tienen sentido”.

Gracias al bicho por no matar la esperanza.