“Enfadada, triste y con determinación”, así se mostraba la senadora demócrata Elisabeth Warren al saber que el Tribunal Supremo de Estados Unidos se dispone a derogar el derecho al aborto vigente desde 1973. Warren se mostraba enfadada tras la filtración del proyecto que anularía el fallo de Roe contra Wade mientras recordaba que las mujeres más pobres, las que no pudieran pagar un avión, serían las mujeres más afectadas. Hace unos días una política me comentaba con sorna que un compañero le había mandado un mensaje al terminar una rueda de prensa para decirle que parecía muy agresiva en ellas. Que sonriera más. Otra me habla de la notable irritación que genera tener que explicar lo mismo una y otra vez, año tras año, y el desgaste que supone tener que estar vigilante en la defensa de los derechos de las mujeres que nunca se pueden dar por consolidados. A ella también le han dicho que con lo bonita que tiene la sonrisa no puede parecer tan seria. Todas son mujeres enfadadas, con el desgaste personal que supone, haciendo política.
En el espacio público, la ira en las mujeres surge de la pura necesidad de tener que devolver el golpe. El enfado es una respuesta a la injusticia, es la rabia de no sentirnos iguales brotando en cada centímetro de nuestro cuerpo. La ira y la rabia de las mujeres generan rechazo y un cuestionamiento sobre sus capacidades y aptitudes. Es evidente que el enfado no es juzgado por igual en hombres que en mujeres: histérica, loca o amargada son calificativos que únicamente se aplican a las mujeres. La ley del agrado es una reflexión de Amelia Valcárcel que señala cómo las mujeres somos educadas en la obligación de agradar. Las mujeres somos modeladas socialmente como seres para otros, como cuerpos para otros. El sistema nos dice que existimos por y para la mirada de los demás: se espera de nosotras que estemos sonrientes, dóciles, guapas por no decir a dieta, discretas por no decir difuminadas, atentas por no decir disponibles. Así nos esperan y así nos comportamos cuando tratamos de encajar en una vida siempre enmarcada en relaciones de dominación-sumisión que tan inteligentemente supo explicar Bourdieau. Enfadarnos, gritar basta, también significa romper estereotipos.
En el espacio político el enfado también es una respuesta de poder y, al mismo tiempo, el último recurso para hacer valer una posición. Enfadarse es poder alzar la voz, poder expresar la disconformidad, nombrar un malestar. La ira manifiesta el descontento, la desaprobación, el reproche. El enfado frente al machismo es todo lo contrario a la aceptación de la desigualdad, es lo contrario a la sumisión. Eso sí, resulta agotador. Es injusto que el ejercicio de la política suponga tal desgaste a las mujeres. El enfado de las mujeres en política es la última trinchera ante la inoperancia para garantizar la ciudadanía plena de las mujeres, ante la incapacidad para construir estructuras que aseguren la libertad y la igualdad de las mujeres. El enfado y la rabia bien organizada son una poderosa herramienta política como se ha demostrado desde el movimiento feminista: con cabreo, ira y hartazgo surgieron el Me Too, las manifestaciones de rechazo a la sentencia de La Manada o la lucha por el derecho al aborto de las argentinas, por señalar algunos ejemplos.
Sí, estamos enfadadas: es 2022 y el derecho al aborto en Estado Unidos está siendo cuestionado. Estamos asqueadas, llevamos demasiado tiempo explicando lo obvio, contando lo mismo, diciendo que no se trata de aborto sí o no, sino de aborto seguro o inseguro. Estamos cansadas, para qué ha servido tanta movilización estos años si los hombres cambian tan poco y tan despacio. Prostituidas, en las fronteras, los pisos y las calles. Violadas, cada cinco horas. Asesinadas, 1143.
Estamos enfadadas porque nos sentimos muy solas teniendo que explicar que los derechos de las mujeres no son una cuestión de las mujeres sino de democracia. Sí, cansadas de los machirulos de siempre, de la violencia en las redes sociales, del acoso en la calle. Pero también hartas de señores que nos explican el feminismo, la violencia que sufrimos y nuestras emociones. Enfadadas con hombres que nos hablan de lógicas patriarcales mientras ignoran nuestros deseos, que manipulan pero hablando de responsabilidad afectiva, hombres que hacen luz de gas pero con lenguaje no sexista.
Las mujeres no somos una suerte de adorno o de atrezzo ni en la política ni en la vida de otros. Las mujeres no hemos peleado la democracia paritaria para hacer atractivas las listas electorales o para que la política parezca más amable o cercana. Las mujeres estamos en política por derecho propio y porque es condición de posibilidad de la democracia. El derecho al aborto, la brecha salarial, la violencia machista o la prostitución no son temas de mujeres. Son temas de igualdad, por tanto, son asuntos de calidad democrática. Suelen ser cuestiones de los hombres que afectan a las mujeres. Cuestiones que afectan la seguridad, autonomía y libertad de las mujeres y que las mujeres siguen peleando solas. Lo raro sería que no estuvieran enfadadas.