¿Qué hacer tras la epístola? La izquierda ante un abismo
Pedro Sánchez no puede dimitir. Pese a no poder hacerlo es la opción más probable atendiendo al desconcierto que hay en las filas del Gobierno y del propio partido. No hay fuente consultada que sepa lo que va a ocurrir mañana y que muestre cuál es el plan alternativo en caso de que el presidente dimita, así que toda la acción política de la izquierda española está pendiente de la decisión personal y la estabilidad emocional de una sola persona. La anomalía es evidente, independientemente de lo que pensemos sobre los motivos humanos que pueden llevar a Pedro Sánchez a haber tomado una decisión tan drástica. Los análisis políticos no pueden estar supeditados a la psicología de un presidente y es imprescindible que por responsabilidad se establezca una hoja de ruta al margen de su decisión y asumiendo como punto de partida que el martes Pedro Sánchez ya no es presidente. Es urgente poner lo colectivo por delante de lo individual.
En este contexto de bloqueo a la izquierda se le presenta una paradoja: no puede permitirse mostrar la debilidad de rendir su pieza más poderosa y a su vez no puede transmitir que la presencia del presidente en el gobierno es imprescindible para su futuro. No hay proyecto que dependa de una persona que sobreviva en el futuro. Ni siquiera en un momento de emocionalidad e hiperliderazgos la izquierda española puede pensar que Pedro Sánchez es imprescindible para la pervivencia del Gobierno a corto plazo y de un proyecto de progreso a medio y largo. La coyuntura y la estructura tienen que estar presentes desde el mismo momento en el que Pedro Sánchez publica la carta y, sin embargo, existe la certeza de que hasta el mismo lunes, a la espera de una declaración del presidente, nadie trabaja en un proyecto alternativo.
Si Pedro Sánchez dimite manda un mensaje terrible de impotencia e indefensión a la izquierda. ¿Qué pensará cualquier persona de izquierdas que quiera participar en política si ve que ni el presidente puede usar su poder para protegerse de los ultras? Su dimisión sería una derrota colectiva para décadas porque muestra de manera brutal que los límites de la institucionalidad alcanzan incluso a la socialdemocracia menos ambiciosa. La dimisión de presidente ejercería un proceso de disciplinamiento masivo para cualquier persona que cree que intervenir en política es la única forma de transformar la sociedad hacia posiciones de progreso, porque legitimaría la destrucción personal como arma política por parte de quienes consideran que la izquierda no tiene derecho a gobernar.
Si el presidente no puede defenderse desde el puesto de mayor poder, traslada una sensación de indefensión e impotencia hacia abajo que sería la mayor derrota de la izquierda desde la democracia. Si algo habíamos conseguido es que, cuando la izquierda gana, la derecha brama, pero no se sale con la suya. Esta derrota sería total. Pedro Sánchez es depositario de la soberanía popular y su permanencia no solo es imprescindible porque sea presidente del gobierno, sino porque está donde está porque una correlación de fuerzas plural de varios partidos lo han votado en el Congreso y su derrota sería la de los partidos más transformadores que ni siquiera son capaces de defender a quien ensancha levemente los marcos de actuación.
Otra de las derrotas sería la certificación de que la izquierda no está preparada para defender de forma colectiva los embates de la extrema derecha para desgastar la democracia. Si no somos capaces de defender a quien hemos elegido en una investidura por todas las fuerzas de la izquierda plural, es que estamos asumiendo nuestra impotencia como un proceso natural y desgaste que nos conducirá a la irrelevancia. Si ante una ofensiva reaccionaria contra los procesos democráticos reglados no somos capaces de hacer frente común y parar el golpe, más valdría que nos volvamos a los cuarteles de invierno.
Las consecuencias de la dimisión de Pedro Sánchez por el ataque personal a su familia tendrían consecuencias también para el bienestar político de los líderes de la derecha. Esa transformación del juego político es un boomerang para la derecha que del que no es consciente, la eliminación de esa línea roja se les volverá en contra si se lleva a término y no habrá familiar de la derecha a salvo del escrutinio más salvaje. Si se borran las líneas rojas lo hacen para todos y si el presidente dimite por esa cacería personal pone de manera inmediata como objetivo legítimo a los familiares de cualquier líder político. Un ejemplo de los diferentes baremos de comportamiento ético que existen a un lado y otro del espectro político y que pueden homogeneizarse después de este episodio tiene que ver con la publicación de los datos personales de los domicilios de los líderes. Isabel Díaz Ayuso fingió denunciar la persecución a Pablo Iglesias e Irene Montero en su domicilio de Galapagar con un mensaje en twitter donde adjuntó una fotografía de su domicilio amplificando el lugar donde los líderes de Podemos vivían. Nadie ha publicado la dirección del domicilio de Isabel Díaz Ayuso a pesar de esos comportamientos infames de la lideresa con sus adversarios aun teniendo conocimiento de dónde se encuentra la vivienda donde reside con su pareja. Todo puede cambiar este lunes porque nada opera en el vacío.
Los análisis tempranos tras la carta se fijaron en una cuestión circunstancial. No importa si detrás hay una decisión personal o una estrategia política. Todo lo que está ocurriendo tras la carta tiene una potencia política de tal dimensión que todas las reacciones que se están dando hasta este lunes pueden grabar epitafios, reafirmar líderes o transformar tendencias. La performatividad política de la carta es indudable y genera una potencia de fuego que la izquierda tiene que aprovechar con el presidente o sin él. Pedro Sánchez ha conseguido poner detrás de sí a toda la militancia socialista y a una parte importante de quienes combaten a los ultras porque entienden que ahora mismo no se trata de defender la figura del presidente, sino de la misma democracia, porque se trata de impedir que los poderes al margen de las urnas intenten subvertir el mandato de la soberanía popular. Su dimisión sepultaría ese capital político para proyectarse hacia adelante si no existe un plan de futuro alternativo que pasa por una reforma troncal y profunda de los privilegios del poder de las oligarquías económicas, mediáticas y judiciales.
Esas reformas ambiciosas tienen que mandar el mensaje de que no hay grupos de poder al margen de la democracia y que tienen que aceptar la derrota cuando las urnas decidan un horizonte de progreso. En el objetivo de esas reformas tiene que estar la judicatura porque es el único poder del Estado con carta de naturaleza para ejercer con impunidad siendo de facto el único estamento que tiene la potestad de decidir sobre su propio poder. No hay jueces en la cárcel porque el corporativismo hace imposible que se persigan sus abusos de poder. El fin de la impunidad de los jueces que se saltan todos los procedimientos en los procesos que tienen influencia política es una obligación para la pervivencia de la izquierda institucional. Las reformas penales deben ser una prioridad para que un juez como Juan Carlos Peinado, que abre un proceso judicial con una denuncia que incluye información falsa en contra de la doctrina del Tribunal Supremo, tengan que rendir cuentas ante esa justicia que consideran su patrimonio. La impunidad judicial tiene que terminar.
Si tras la carta se deja todo tal y como está también habrán ganado los fascistas incluso sin que Pedro Sánchez dimita. El plan de acción de la izquierda para el martes tiene que ser claro, diáfano y ambicioso si no quiere enfrentarse a una travesía en el desierto de una década que certifique los malos augurios que su dinámica atribulada venía advirtiendo. La presencia de Pedro Sánchez en el Gobierno es accesoria si la política que hace el ejecutivo después de este evento político no profundiza en la democratización de este país y deja inermes a los grupos de poder que usaron la impunidad de la Transición para ejercer su voluntad incluso perdiendo las elecciones. No solo hay que reivindicar que la izquierda tiene derecho a gobernar, sino realizar una demostración de fuerza de tal calibre que arranque de raíz el privilegio reaccionario de creerse superiores.
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