Decía Gramsci que cada proceso revolucionario lleva la restauración dentro, la reforma, la regresión. Estamos en ese punto en el que la clase dominante ha perdido el consenso, pero mantiene su dominación artificialmente, evitando ser reemplazada, prolongando esta transición en la que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de llegar.
Ha crecido la corrupción, la desigualdad, la pobreza, la estafa, y por eso no basta con negociar relevos, con cambiar algo para que todo siga igual. Desde sectores muy diferentes de la sociedad hay un clamor, una urgencia, una necesidad que requieren reacciones responsables y rotundos golpes de timón.
No habrá cambios sin rupturas y sin las escenificaciones de tales rupturas, y de ello deberían tomar buena nota quienes se empeñan en mantener en sus partidos a corruptos e inmovilistas, y también quienes creen que basta con limpiar las cosas a puerta cerrada, sin dimisiones públicas, sin acusaciones públicas, sin necesidad de que nadie entone el mea culpa.
No es tiempo de suaves trasvases de poder con palmaditas en la espalda incluidas. El “que se vayan todos” que se coreó en la Argentina del corralito y que en España se exige con otras palabras desde diversos sectores es una legítima exigencia precisa para poner fin a una época infame en la que la corrupción económica y moral ha estado presente en prácticamente todos los sectores y ámbitos.
Es época de lobos que nos hablan como si fueran corderos mientras devoran nuestros derechos, nuestros espacios, nuestra vida. Quienes se aferran al poder –no sólo en el Estado, sino también en los partidos políticos– no lo soltarán a base de acuerdos cordiales en los despachos. Y, en caso de que lo hicieran, a estas alturas eso no sería suficiente de cara a la ciudadanía.
Sería terriblemente triste y frustrante que después de tanto como se está logrando construir frente a las viejas formas de hacer política y de hablar sobre política, todo quedara en un transformismo que diera espacio a unos pocos críticos para seguir legitimando el paisaje podrido.
En esta guerra sin balas declarada por la corrupción y la desigualdad las víctimas siguen creciendo. Más de 26.500 familias perdieron su casa en el primer semestre del año, y ha aumentado un 18% las que han entregado sus viviendas sin alternativa habitacional. Mientras tanto, la empresa ACS ya ha cobrado la indemnización del Proyecto Castor, un pago de más de 1.350 millones de euros aprobado por el Gobierno, que pagaremos entre todos. El presidente de ACS, Florentino Pérez, es el mismo que vendió recientemente un hospital público a un fondo de inversión o el que, sin especialización pedagógica, ha logrado la adjudicación de la gestión de varias guarderías en Madrid.
A la voracidad de ciertos lobos sólo se la detiene con rotundidad. Y esto es aplicable no sólo al país, sino a los políticos que siguen creyendo que no hay mejor y más urgente patriotismo que el de su partido. Por encima de las siglas está el futuro de millones de personas. Ha surgido un nuevo escenario político en el que el bipartidismo mantiene su poder pero pierde su credibilidad. Ante ello algunos aúllan, nerviosos, temerosos de perder sus privilegios.
Hay herramientas políticas para tumbar en el ring a los responsables de la corrupción, de la crisis, de la estafa. Pero los defensores del statu quo despliegan ya su estrategia de contraataque para los meses venideros. No será un año fácil.