Equidistancias tramposas

21 de junio de 2023 22:14 h

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Leyendo Sumario, un precioso libro de Andrés Armas, me deleito con este aforismo: “Que el significado de algunas palabras cambia con el uso es de sobras conocido, pero de que su manoseo las pervierte, se habla menos”. Eso es lo que le sucede a “equidistancia”, una palabra que de tanto manosearla ha perdido su sentido. 

En los momentos álgidos y duros del procés, a quienes nos resistimos a la moral zoroástrica que ordena el mundo entre buenos y malos, se nos acusó de equidistantes, una palabra que se usó como insulto y que yo viví como un halago. 

Nunca fui indiferente a las barbaridades jurídicas y democráticas cometidas a babor y estribor, a proa y popa. Simplemente me negué a aceptar la lógica de la alocución latina “Mors tua, vita mea” de los que defendían la muerte civil de la otra parte como el único final del conflicto. 

Ahora la equidistancia ha recobrado protagonismo en la conversación pública. Lo hace de la mano de las derechas y sus portavoces mediáticos cuando reivindican que el PP tiene derecho a pactar con Vox porque el PSOE lo hace con Podemos y las fuerzas independentistas. 

Quienes eso afirman omiten deliberadamente que el PP ha votado más veces con el gobierno de coalición que las fuerzas independentistas. O que, en un tema tan relevante como la reforma laboral PP, ERC y Bildu votaron lo mismo, en contra. Pero como no siempre es verdad que “el dato mate el relato”, sobre todo si se dispone de un potente sistema mediático convertido en verdadero actor político, se insiste machaconamente en ello. 

Por eso deviene tan importante acertar en la manera en que se combate esta falsa simetría y los análisis tramposamente equidistantes. Para que la conversación pública sea constructiva y no maniquea es imprescindible dejar claro que el debate no va de quiénes son los actores de los pactos sino del contenido de estos. 

El problema en términos democráticos no es que el PP pacte con Vox. Ambos partidos tienen toda la legitimidad democrática para hacerlo. Eso debería estar fuera de toda duda. Entre otras cosas porque es lo que debe diferenciar a los progresistas de las fuerzas iliberales que se consideran en posesión del derecho a decidir qué pactos y gobiernos son legítimos y cuáles no. 

Durante la pasada legislatura, el Gobierno de coalición ha pactado entre sí, y con otras fuerzas políticas, leyes y medidas importantes para mejorar la calidad del empleo, aumentar el salario mínimo, ampliar derechos cívicos y sociales. Sin obviar las políticas para afrontar la crisis climática y la transición energética. O las destinadas a desinflamar el conflicto en Catalunya buscando soluciones en el terreno democrático.

En cambio, las medidas que los gobiernos de las derechas ya han puesto en marcha o han anunciado comportan un múltiple negacionismo, el de la violencia machista, el del cambio climático, la pluralidad de España o el papel constitucional de sindicatos y patronales. Y apuntan a planteamientos prohibicionistas de todo aquello que no encaje en su cerrado marco ideológico. 

Tampoco debería obviarse que, mientras el Gobierno de coalición apostaba por la concertación social, las derechas se han apuntado a romper los instrumentos de conciliación social, como ha hecho el gobierno de Castilla y León con la desaparición de los mecanismos de mediación y solución de conflictos

De todas las equidistancias, la que me parece más tramposa es la que se hacen a sí mismos los nostálgicos de los grandes pactos de Estado. El recuerdo melancólico de lo que nunca existió, al menos en los términos en que lo reviven, los lleva a obviar momentos como los de “váyase, señor González”. O las crispadas manifestaciones contra las leyes de educación promovidas por la izquierda o la agresividad en los debates sobre leyes que ampliaron derechos cívicos, como las de interrupción voluntaria del embarazo o los derechos de las minorías. 

Constato que los brotes de melancolía por el “centro virtuoso” aumentan cada vez que fracasa el intento de crear una fuerza de centro político, ultraliberal en lo económico. Además, dirigen sus críticas hacia el PSOE, obviando que estos partidos, supuestamente moderados, han sido máquinas de fabricar crispación, como se ha comprobado con Ciudadanos. 

Mi percepción es que la melancolía por el “centro virtuoso” en realidad es nostalgia de las décadas en que las políticas socioeconómicas tenían trazas de indistinción entre los gobiernos del PSOE y el PP. Me refiero a las reformas laborales que apostaron por la desregulación y la precariedad laboral, como la de 1994 con el último gobierno de Felipe González. O las políticas fiscales en las que la indistinción ha sido el caldo de cultivo perfecto para la hegemonía ideológica de las derechas. O en materia de vivienda, protegiendo el derecho a la propiedad sin límites ni función social por encima del derecho a un techo digno. 

Lo que llevan fatal los melancólicos del “centro virtuoso” es que la fuerza adquirida por las izquierdas no socialistas y el instinto de supervivencia de Pedro Sánchez hayan llevado al PSOE a abandonar esta indistinción política. Aunque critican –en algunos casos con razón- la polarización creada por algunos dirigentes de Podemos lo que en verdad temen es que Sumar y Yolanda Díaz continúe arrastrando al PSOE a políticas alternativas en el terreno socioeconómico. Y además lo haga con unas formas de lo más templadas. 

Lo que ha deteriorado la confianza de la ciudadanía en la democracia no es la polarización ideológica sino la indistinción política, que está en el origen de la desafección y del deterioro democrático. 

El uso de la polarización afectiva y la crispación no es nuevo en la historia. Lo han utilizado siempre los poderes económicos y las derechas cuando han tenido la percepción que podían perder el control del poder por vías democráticas. 

Para mantener una conversación pública que refuerce la democracia resulta imprescindible no olvidar las lecciones de la historia. Quizás por eso el negacionismo histórico sea una exigencia de Vox asumida por el PP. No en vano solo son los hijos que abandonaron momentáneamente la casa familiar de toda la vida.