A Ernest Lluch le interesaban mucho las ideas del jurista, estudioso y político húngaro István Bibó (1911-1979). Fue resistente contra los nazis y el último ministro del gobierno de Imre Nagy en ser detenido cuando los tanques soviéticos estaban aplastando la revuelta húngara de 1956. Considerándose “el único representante del único gobierno húngaro legal”, escribió entonces un llamamiento, “Por la libertad y la verdad”, que entregó a los estudiantes de Budapest y a algunos diplomáticos occidentales, antes de ser capturado.
Un diplomático francés lo relató así: “Nueve de la mañana: el señor István Bibó, ministro de Estado, sin afeitar, con el abrigo roto, pero con la hermosa sencillez del coraje y la compostura, toca el timbre de mi puerta. Me entrega el texto de su proclama y de la carta que la acompaña, que firma ante mis ojos y de la que me pide que envíe las traducciones adjuntas a mi legación y a la de Gran Bretaña”. Mientras se agotaban los combates en las calles de Budapest –cócteles molotov contra tanques–, los estudiantes pegaban la proclama de Bibó en las paredes. Estuvo a punto de ser ahorcado, como lo fueron el primer ministro Nagy y varios centenares de resistentes. Se salvó por las insistentes gestiones de Jawaharlal Nehru, a la sazón primer ministro de la India, y pasó seis años en la cárcel, hasta la amnistía de 1963.
Ernest Lluch, que siguió con mucha atención la larga guerra de los Balcanes (1991- 2002), había leído mucho a Bibó, sobre todo los textos que había dedicado a la relación entre nacionalismo y democracia en los países de la región. La de István Bibó es una buena clave de interpretación de los fenómenos nacionalistas, y se entiende perfectamente el interés que le prestó Lluch.
Bibó había llegado a la conclusión de que el factor esencial a tener en cuenta –la causa de las tragedias de las que había sido testigo– era el miedo, porque “el miedo conduce inevitablemente al odio”. El miedo tenía por causa el fantasma de la extinción nacional. El síndrome de la patria en peligro había llegado a “impregnar la vida de sociedades enteras”. Sus conflictos externos e internos tenían un punto de partida “existencial”. El miedo, que llegaba a generar auténticas “histerias políticas” como el antisemitismo, derivaba en buena medida de la dificultad de los pueblos de Europa oriental a “constituirse en nación”, por “la falta de ciertos datos elementales, banales en las naciones occidentales, como la existencia de un marco nacional y estatal propio, de una cohesión política y económica, o de unas élites sociales homogéneas”.
“El alma atormentada por el miedo y por el sentimiento de incertidumbre”, escribía Bibó, “deformada por los traumatismos de la historia y por los agravios que se derivan de ella, se alimentaba, no de sus propios recursos interiores, sino de las exigencias que se formulaban a los demás”.
En un artículo, Joan Esculies, biógrafo de Ernest Lluch, recordaba que István Bibó había propugnado “abandonar la idea de la 'nación en peligro', asumiendo que de ella sólo podían surgir personas resentidas, angustiadas y frustradas. En esencia, el caldo de cultivo de catástrofes futuras, propias y ajenas”. Esculies citaba el discurso de toma de posesión de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat catalana, en mayo de 1980: “Las cosas no van bien. La crisis económica, con todas sus consecuencias empresariales y laborales, se alarga y tardaremos en salir de ella, esa es la verdad. Y, además, hay inseguridad en las calles, y un cierto desencanto, y una cierta frustración y, más específicamente, Catalunya es un pueblo en peligro; en peligro, sí, de perder su identidad”.
Decía Esculies que aquel lejano discurso de Pujol “suena muy actual (…) y a la vez viejo y gastado. En 40 años hemos comprobado que apelar a la extinción de la nación repliega el rebaño atemorizado 'de los catalanes de siempre' tras el pastor y ayuda a ganar elecciones. Pero también es inútil para afrontar los retos de fondo”.
Que el recurso a “la patria en peligro” da votos lo sabemos muy bien. El “procesismo” en Cataluña lo aprovechó a fondo; y ahora las derechas españolas también hacen de él un uso permanente, furioso. Estamos en una fase histórica de cambios acelerados que generan interrogantes e inseguridades en la gente, y éste es un ambiente propicio para las estrategias de miedo y de odio que vemos crecer en el país y en el mundo.
Cuando el fomento del miedo y del odio se impone y llega a dominar, los efectos son devastadores. El debate público se polariza y se crispa en términos de identidades antagónicas, la sociedad se fractura en grupos que ya no se consideran como participantes legítimos en un debate democrático común. Entonces, como señalaba István Bibó, puede llegar a producirse la trágica paradoja de que el discurso de “la nación en peligro” ponga a la propia comunidad nacional en riesgo, porque la polariza, la divide, y puede llevarla a la “histeria política” y a la confrontación civil.