El Museo del Prado acoge estos días una exposición del pintor Fernando Zóbel (Manila, 1924-Roma, 1984), El futuro del pasado, que, además del goce estético, ofrece la ocasión de entender por qué contemplar pintura mejora nuestra capacidad de ver el mundo. Zóbel lo expresa en su Diario de 1963 refiriéndose a sí mismo en su labor creativa: “Dibujar cuadros es una forma de verlos. Limpia los ojos y deja en el subconsciente las cosas más imprevistas”.
La realidad que nos circunda contiene tantos matices que resulta imposible captarlos no ya todos, sino la mayor parte de ellos. Nuestra visión, necesariamente fragmentada, se ha escorzado aún más al ritmo apresurado de nuestro deambular, a golpe de ansiedad, por llegar a muchos destinos a la vez. Ver cabalmente reclama pararse a ver, a lo que ayuda un cuadro.
La precipitación interior tiene también otros efectos menos agradables, que ya debutan en nuestros adolescentes hoy más adolescentes que cuando se inventó la adolescencia, algo que ocurrió en Estados Unidos allá por los primeros años del siglo pasado. En España, en realidad, hubo de esperar hasta los años cincuenta, porque antes se saltaba de la infancia a la vida sin paliativos.
Los psiquiatras alertan de que se ha incrementado de forma significativa la incidencia en adolescentes de pérdidas de memoria, disminución de la capacidad de concentración, baja autoestima, deterioro de las relaciones personales, incapacidad para acometer retos grandes, trastornos del sueño, trastornos de la conducta alimentaria, trastornos de la identidad; sin embargo, lo más grave es que la incidencia de intentos autolíticos y suicidios se ha disparado. Son datos que superan por mucho otras cifras asimismo terribles para una sociedad democrática.
Psiquiatras y psicólogos nos hacen caer en la cuenta del exceso en la cantidad y del abuso en la dependencia de las pantallas digitales y de las redes sociales, que han devenido un factor sustantivo, aunque no el único ni principal, de esta cascada, que atosiga a los que estrenan la juventud. Las dimensiones del reto social son muy preocupantes; las valiosas estrategias terapéuticas tienen que venir acompañadas de medidas preventivas. En mi ignorancia, trufada de atrevimiento, me atrevo a destacar una apuesta que ya resultaría de aplicación desde la niñez: la escritura.
En los servicios de neuropsiquiatría infantil se multiplican los casos de problemas en el aprendizaje con niños de edad escolar. Suelen ser niños con inteligencia normal, pero inquietos e impulsivos, con dificultades a la hora de concentrarse (¿les suena en edades superiores?). Tampoco son capaces de expresarse con un orden básico; su impaciencia les lleva a comerse frases enteras, con la pretensión de que se les entienda inmediatamente. La lentitud, consustancial a la comunicación humana compleja de sentimientos y pensamientos envueltos en palabras, resulta hoy inadmisible. De hecho, también se han contagiado masivamente los más mayores.
Les confieso que, cuando escucho a alguien resumir un sucedido, echando mano del socorrido blablabla, tras apenas una frase de sujeto, verbo y predicado, me entra la duda de si es tonto o sólo vago.
La historia de la humanidad nos enseña con riqueza empírica, que es lo que hoy legitima cualquier afirmación, que el ejercicio adecuado de la escritura facilita el del pensamiento. Como señala Mariolina Ceriotti, “aprender a escribir es una habilidad muy refinada y compleja: el niño tiene que realizar secuencia motoras precisas para poder trazar las letras de un modo comprensible; tiene que usar la memoria de un modo preciso, rápido y sincronizado para asociar un sonido -fonema- a un signo -grafema-, tiene que desarrollar una coordinación suficiente entre el ojo y la mano, para que su escritura sea fluida”.
Sin paciencia, atención y ejercicio no logramos que el mecanismo se incorpore al comportamiento infantil para que sea usado con el fin de expresar lo que el niño piensa y siente. Una vez logrado, es una potentísima herramienta para conocer y organizar nuestro mundo interior, enriquecerlo intelectualmente, y autorregularlo emocionalmente. Escribir escogiendo las palabras sazona la vida a fuego lento, canaliza el caos natural y nos ampara de nuestras emociones centrifugadas, a las vez que las enriquece y matiza.
Algo aparentemente tan básico en la infancia, puede proveer poco después del antídoto para digerir la insufrible exposición multimediática en pleno trance de maduración personal. Y aún más adelante, en la aventura de llegar a ser la mejor versión de uno mismo, trocarse en un mecanismo para entenderse al hacerse entender.
No en vano, Ludwig Wittgenstein, padre de la filosofía del lenguaje, afirmaba que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.