España: es hora de acabar con el apartheid de las víctimas de la violencia
Primero lo secuestraron y lo detuvieron ilegalmente. Sus captores lo torturaron porque era parte del castigo que pretendían infringirle. Lo habían elegido por su militancia política y no iban a tener ni la más mínima contemplación con él ni con su familia. Las armas todavía calientes, acostumbradas a las distancias cortas, a no dudar al apuntar, a mirar a los ojos a la persona a la que estaban a punto de arrebatarle la vida.
Después de mantenerle retenido, lo sacaron con los ojos vendados y no era por protección de los verdugos, porque no sobreviviría para delatarles. Era una forma más de aumentar su sufrimiento. Finalmente, junto a unos árboles, le dispararon dos tiros en la cabeza y allí dejaron su cuerpo agonizante.
Hasta aquí este podría ser el relato del asesinato de Miguel Ángel Blanco pero es el de Emilio Silva Faba, mi abuelo, militante de Izquierda Republicana en Villafranca del Bierzo, donde dedicó su vida política a reclamar la construcción de un grupo escolar público y laico. Los asesinos, pistoleros de la Falange, no habían terminado su trabajo. Hicieron enterrar su cadáver a unos aterrorizados vecinos, y quedó abandonado en aquella cuneta, lejos de su casa, de los lugares por los que su familia buscó su cuerpo, para multiplicar el castigo a quienes iban a sufrir su pérdida.
La desaparición forzada es el peor delito contra la sociedad que se puede cometer a través de una persona. Se le detiene ilegalmente, se le tortura, se le quita la vida después de haberlo aterrorizado, y se hace desaparecer su cadáver para destrozar emocionalmente a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de militancia.
De ese modo fueron asesinadas y arrojadas a fosas comunes en cunetas, caminos o fuera de las tapias de los cementerios 114.226 personas, civiles que no se encontraban en un escenario de guerra, entre dos trincheras, formando parte o en medio de dos ejércitos.
Los asesinos formaban parte de lo que el diario cordobés La Voz tituló la primera vez que fue tomado y editado por los pistoleros de la Falange, el 21 de agosto de 1936: “Las valerosas fuerzas que luchan por España limpian de marxistas los pueblos”.
Aquel era el proyecto político y genocida de los golpistas del 18 de julio de 1936. Sembrar terror ejemplarizante entre los hombres y mujeres que habían osado construir una democracia en la que ganaron elecciones diferentes ideologías, que separó la Iglesia católica del Estado y que estableció nuevos derechos para las clases sociales que en España siempre habían estado sometidas a los grandes latifundistas y las grandes fortunas con la ayuda de la Iglesia y el Ejército.
24 de diciembre de 2016. Felipe VI, en un despacho del Palacio de la Zarzuela, lee su discurso de navidad. En medio de su argumentación, una frase destinada a las víctimas de la dictadura, a los descendientes de aquellos hombres y mujeres que están en las cunetas: “Son tiempos para profundizar en una España de brazos abiertos y manos tendidas, donde nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas”.
28 de junio de 2017. La presidenta del Congreso de los Diputados, Ana Pastor, lee su discurso en la celebración del aniversario de las elecciones del 15 de junio de 1977. Entre sus afirmaciones, como cabeza representativa de una institución que debe acoger las ideas de todos los españoles, una alusión al inolvidable papel de las víctimas del terrorismo y, en un acto de negacionismo, ninguna mención a las víctimas de la dictadura franquista y a los hombres y mujeres que se enfrentaron y lucharon contra la dictadura para que un día ella fuera presidenta del Parlamento español gracias a unas elecciones democráticas.
12 de julio de 2017, la hermana de Miguel Ángel Banco le exige a la alcaldesa de Madrid que cuelgue una pancarta con el rostro de su hermano en la fachada del Ayuntamiento. Marimar Blanco, diputada del Partido Popular, el mismo que no tuvo complejos en que sus tramas de corrupción utilizaran los espacios destinados al apoyo a las víctimas del terrorismo. Ella, que no soporta que se relaciones a las víctimas del terrorismo con las del franquismo, intenta imponer el relato del PP y la actitud que debe tener alguien para mostrar su rechazo a la violencia.
Mientras ella realiza esas manifestaciones, con todo el respaldo de las instituciones y las líneas editoriales de los grandes medios de comunicación, Chon Vargas Mendieta, nieta de Timoteo Mendieta, y un representante de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica denuncian públicamente que el Ayuntamiento de Guadalajara, gobernado por el Partido Popular, pretende cobrarles 2.057 euros de tasas, más bien una multa, por haber osado rescatar los cuerpos de 27 personas asesinadas en los tiempos de la paz franquista, por haber pertenecido a sindicatos de izquierdas.
Las élites españolas, que lo fueron durante la dictadura franquista, beneficiarias directas o indirectas de la violencia, el saqueo y la corrupción política del régimen, hicieron grandes esfuerzos para convertir la transición en una puerta giratoria, en la que entraron franquistas y salieron demócratas. Fue precisamente el recién condecorado Rodolfo Martín Villa el encargado de quemar millones de documentos para blanquear cientos de miles de currículums de adeptos, dirigentes y colaboracionistas.
Una vez borrados los documentos, lo más incómodo para ellos era la memoria de las víctimas, de los luchadores antifranquistas, de quienes los habían conocido antes y después. Y por eso era preciso quitarles la voz a los supervivientes, enmudecerlos, mantenerlos a raya, y la construcción de ese gran silencio fue otro de los grandes objetivos políticos de las élites.
El aprendizaje de la experiencia de las víctimas del terrorismo de ETA fue descubierto por esas élites como una buena herramienta para ocultar su pasado y así, poco a poco, fueron poniéndolas en el centro de la política, utilizándolas para esconder a otras y convirtiéndolas en un valor absoluto de la democracia.
Así se consolidó en esos años el uso y abuso del Partido Popular de las víctimas del terrorismo de ETA, la cooptación de algunas de ellas mediante buenos sueldos en fundaciones, espacios mediáticos e incluso puestos en listas electorales.
En el inicio del año 2000, los nietos de los desaparecidos de la dictadura comenzaron un movimiento social para buscar y reivindicar a sus abuelos y abuelas. La ignorancia y el silencio impuesto comenzaban a resquebrajarse y la élite que había vivido en una sociedad desmemoriada comenzó a articular sus argumentos en contra. Así, de las reivindicaciones de las víctimas del franquismo se ha dicho que: reabren heridas, dividen a los españoles o se acuerdan de sus padres por dinero. Desde el Partido Popular, pasando por la Conferencia Episcopal y llegando a la jefatura del Estado se ha repetido como un mantra que quienes sufrieron el delito más grave que se puede cometer contra un ser humano están mejor calladas; y, por supuesto, se les ha negado cualquier apoyo desde las instituciones, utilizando los recursos públicos para criminalizarlas y acusarlas de poner en peligro la democracia.
Todas las víctimas de la violencia denuncian y reclaman justicia para hechos cometidos en el pasado. Todas tienen derecho a que las instituciones democráticas las protejan y les garanticen su derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación. Todas sienten dolor y todas tienen derecho a tener una ideología y un pasado sin que ello suponga que el Estado pueda seleccionar a quién ayuda y a quién desprecia.
Mientras los desaparecidos de la dictadura franquista tienen que esperar la ayuda de un sindicato noruego de electricistas o de un grupo de forenses llegados de cualquier parte del mundo, hay otras víctimas que reciben todos los derechos por parte del Estado. Las personas asesinadas por la violencia tienen una vida política y todos y todas tienen derecho a participar de ella en igualdad de condiciones. Escuchar a Mariano Rajoy presumir de que su Gobierno dedica cero euros a ayudar a personas como Ascensión Mendieta no sólo abochorna a cualquier persona con un mínimo de humanidad, sino que forma parte de una cultura política proveniente del franquismo en la que unos españoles tienen todos los derechos, y otros ninguno.
Los recursos públicos y la atención a víctimas de la violencia tienen que ser una política de derechos humanos que no puede depender del capricho de quienes gobiernen. Igual que en las urgencias de un hospital no se pide un carnet político para ver quién es atendido y quién no, las políticas públicas asistenciales a víctimas de delitos violentos tienen que ser universales y responder a las necesidades materiales y emocionales de quienes se hayan visto afectados directa o indirectamente por el terrible dolor de una pérdida violenta.
Esconder a las víctimas de la dictadura y maltratarlas desde el Estado, mientras a otras se les garantizan todos los derechos es un acto inhumano de discriminación, que muestra las costuras de una democracia débil, al servicio de intereses de un grupo y no de toda la sociedad. Cuando acabemos con ese apartheid y terminemos con esa discriminación habremos dado como sociedad un salto democrático y terminaremos de maltratar a quienes los mayores enemigos de la democracia, que son los dictadores violentos como Francisco Franco, decidieron convertir en sus enemigos, a quienes están en las cunetas, por no participar en la destrucción de las libertades, ni legitimar el uso de la violencia para asaltar el poder.
Cuando todos los Timoteo Mendieta estén enterrados con la misma dignidad que los Miguel Ángel Blanco, seremos una sociedad mucho más digna.