A primera vista, parece que cada uno y cada una de nosotros, individualmente, seamos muy progres, abiertos, tolerantes, y que, aun así, a nuestro pesar dibujemos en conjunto una sociedad retrógrada. Entonces uno se indigna, o se resigna, y farfulla: son los tiempos en que vivimos. Pero, a lo mejor, sucede al revés. Quizá, a pesar de que como individuos seamos sumamente carcas y egoístas, resulta que en conjunto formamos un país avanzado. Lo de Amaral puede servir de ejemplo. Su gesto se convierte en un símbolo, lo colectiviza España, y así Amaral representa a todo un país, a una sociedad dispuesta a ser libre.
Y, sin embargo, cuando, a título personal, con los amigos, o ante desconocidos en las redes, hemos opinado al respecto, muchos en contra, pero ahora me refiero, en concreto, a quienes estamos de su parte, también hemos tirado instintivamente de argumentos reaccionarios. Por ejemplo, decir: quedarse en tetas en un concierto está más visto que el tebeo. Se ha hecho miles de veces, desde Siouxie Sioux hasta Silvia Escario, la cantante de Último Resorte (un mítico grupo punk de Barcelona). Pretextos así son los primeros que se nos ocurren a los rockeros. Sin embargo, en esta cuestión todo eso es lo de menos, pues, con ello, uno está recurriendo a un argumento de poder, de decir tengo más que tú (bagaje, autoridad, derecho...).
Las cosas tienen valor por sí mismas, y no en función de nuestros ahorros o de nuestra capacidad adquisitiva. Pero los ricos siempre devalúan lo que llega a todos, para poder seguir siendo ricos. Como buen boomer, puedo constatar que esto sucedió, por ejemplo, con las carreras universitarias (ahora ya no son nada sin titulaciones posteriores, que cuestan un ojo de la cara). Ocurre con absolutamente todo.
También sucede con la democracia. Es un problema político. Hasta hace nada, la democracia era un lujazo. Muy pocos países del mundo la tenían. En Europa, era garantía de bienestar social. La disfrutaban sociedades avanzadas, como las escandinavas o las que estaban en el Mercado Común. Ahora se llama Unión Europea, pero me acuerdo de cuando la formaban solo seis países, y de la envidia que daba. Fueron, más tarde, nueve. Luego fueron diez. Después, fuimos doce... Era entonces, presenciando aquella evolución, formando parte de ella, cuando pensábamos que el mundo iba a mejor, y que el progreso de la humanidad sería irrefrenable. Pero resulta que la democracia ha seguido extendiéndose, al tiempo que el progreso parece retroceder.
La mundialización ha consistido en avalar como democracias regímenes muy cuestionables, hasta el punto de que democracia se ha convertido en una palabra interpretable. Se admite como democráticos a regímenes intolerantes, si no totalitarios, al tiempo que, en los países empeñados en mantenerse democráticos, se impugnan muchos de los derechos que parecían garantizados (el aborto, la laicidad escolar, la libertad de expresión...). Intenta imponerse por todas partes una sensiblidad predemocrática, que nos resulta familiar. Cuando murió Franco, abundaban frases del tipo: la democracia es muy buena, pero los españoles aún no estamos preparados; una cosa es libertad y otra libertinaje...
Sembrando la desconfianza en la democracia es como ascienden los populismos en Europa. Y detrás del populismo, los partidos de extrema derecha crecen y acceden al poder. Este camino está muy bien explicado por el sociólogo Giuliano da Empoli en su libro 'Los ingenieros del caos' (Anaya Multimedia, 2020). Habla del Movimiento 5 Estrellas, y de Bannon, y de mucho más. En lo que cuenta de Steve Bannon, me pareció reconocer un patrón que también sirve para los villanos de las películas y los tebeos. Son seres que actúan por resentimiento, están dispuestos a dinamitar un sistema, un mundo, que fue injusto con ellos. Algunos proceden de las clases humildes. Es esa parte de dolor, esa parte de verdad, la que les hace conectar con los millones de ciudadanos y ciudadanas que sienten vivir, asimismo, en una situación de injusticia. Y crean un enemigo común: los de arriba.
Arriba siempre vive un moroso. Lo vimos, durante décadas, en la contraportada del Tío Vivo, en aquellas historietas tituladas 13, rúe del Percebe, que dibujaba Ibáñez. Atrincherado en su buhardilla, el moroso se les reía en las barbas a sus acreedores. Esta gente no ha venido al mundo a pagar, ¡qué nos hemos creído! Arriba, en la azotea, el ratón torturaba al gato para entretenimiento de las masas, como caricatura de cualquier tipo de justicia social. Al mismo tiempo que era el retrato de una época, 13, rúe del Percebe vaticinaba el mundo actual.
En la rúe del Percebe, el ladrón de antifaz negro y chaqueta rota robaba igual que el modesto hombre de negocios (el comerciante de los bajos). Los pisos patera eran una pensión improvisada donde se hacinaban unos huéspedes humillados. El ascensor de la finca estaba ahí, pero nunca funcionaba, y en eso consiste hoy nuestro ascensor social. Hubo también cancelación. Al principio, vivía en el edificio un científico loco con su Frankenstein, pero la censura prohibió el personaje por motivos religiosos. Toda cancelación es un acto de talibanismo.
El edificio en su conjunto mostraba una realidad caótica, poblada por buscavidas y necesitados, que de algún modo representaba el sentimiento social y económico de los lectores; pero, eso sí, todo el mundo admiraba y se identificaba con el moroso, el golfo que vivía en la buhardilla a costa de los demás. El de arriba. Los de arriba. Esta contradicción es la base del populismo.
En el titular de una entrevista que dio en junio, al diario El Mundo, Rocío Saiz, la cantante de Las Chillers, a la que un policía local conminó (porque le dio la gana) a cubrirse los pechos durante un concierto del Orgullo, en Murcia, se recogía la indignación de la artista ante el sistema cultural al que pertenece, el mundo musical. Le fastidiaba que el mismo gesto se considerara underground en su circuito y fuese aplaudido en los conciertos de Rigoberta Bandini. Siempre hay arribas.
Es la vieja historia del punk y del rock. Antes, si llevabas chupa de cuero con tachuelas, los pelos de colores, incluso hasta un pendiente (en el caso de los hombres), era complicado encontrar un empleo. La gente se quitaba ese atuendo para ir a pedir trabajo. Hoy, todo eso se lo ponen hasta los ministros y las ministras. Quedarse semidesnudo, o desnudo, en un concierto ha sido siempre reivindicativo, pero no por el gesto en sí del desnudo, sino porque el rock es provocación en estado puro, y ese gesto también forma parte del rock. Todo lo que se veía en un concierto sucedía de manera natural. No era más llamativa la desnudez de una cantante que quemar una guitarra. Eran cosas que se hacían.
Eva, la cantante de Amaral, ha convertido algo que parecía normal en un símbolo colectivo para que de verdad sea normal. Ha comprendido la naturaleza profunda de ese gesto, ha entendido que esa parte del rock and roll hablaba de millones de mujeres, estuvieran donde estuviesen, y la ha tomado para alzarla como bandera. No es populismo, aquí no hay ni arriba ni abajo. Aquí sólo hay mujeres defendiéndose.
Como en toda cuestión vital (la cultura es una cuestión de vida o muerte), de nada sirve lo que uno opine o recuerde, si no es para tomar partido hasta mancharse. (La mancha de Celaya nunca se va, es para siempre, si hubiera guerra cultural, sería la famosa arma cargada de futuro; pero la guerra cultural no existe, cultura es todo, la guerra cultural es la guerra de la incultura contra la cultura.)