“Madre y madrastra mía,
España miserable
y hermosa. Si repaso
con los ojos tu ayer, salta la sangre fratricida, el desdén
idiota ante la ciencia, el progreso“
Blas de Otero
Me admira su calma, su paciencia, su bonhomía, su saber estar y su saber soportar. Fernando Simón, querido por una gran mayoría de españoles tras su complejo trabajo de tirar del hilo de la ciencia y la razón para salvarnos y, a la vez, de contarlo, representa al servidor público por antonomasia. Un hombre volcado en la ciencia y en la medicina, que pone sus esfuerzos al servicio de su país, gobierne quien gobierne, y que es capaz de ofrecerle a la patria y a sus compatriotas sus desvelos, sus estudios, sus esfuerzos y hasta su salud.
Este hombre, ejemplo de entrega, al que le es debido el reconocimiento de la patria -“Aux grands hommes la patrie reconnaissante”- se va a dar de bruces de golpe con la España más abrupta, más miserable y madrastra, la España fratricida a la que no le importa dejar de lado la ciencia para saldar sus sucias cuentas. Pobre Simón, como sabio despistado, parece no ser consciente de lo que esta España oscura y desgraciada es capaz de hacer con sus hijos más preclaros. O tal vez sí. Tal vez esa indiferencia calmada, que descansa sobre la seguridad del deber cumplido y la conciencia clara, es la mejor arma para hacer frente a los malnacidos. No hay gesto más mezquino y aberrante que presentarse en un juzgado a achacarle a este médico de vocación prístina 27.000 homicidios imprudentes y a pedir que se le retire el pasaporte, para hozar más en la ignominia.
La España madrastrona, la que arrasa con todo lo que no acepta la España de charanga y pandereta, de cazuela y de bandera, de cerrado y sacristía, de privilegios y la España poco amiga de la democracia que emana del pueblo. Simón confía. Lo hace con la mirada clara de la ribera, con la vista lejana y el ánimo elevado, lo hace sin saber que, a veces, esta España sedienta de un poder que consideran suyo se lleva por delante a los mejores. Una querella contra él y referencias torticeras y retorcidas en el informe plagado de falsedades y deducciones interesadas que la Guardia Civil ha osado presentar ante un juzgado. El epidemiólogo que nos ha ayudado a vadear la catástrofe es un alma clara y confía en la inocencia como escudo protector frente a los males.
Creo que ignora Simón hasta qué punto le pueden retorcer la vida, aunque al final del camino le dejen saltar a la cuneta. No sé si en su mundo caben los capitanes que firman documentos oficiales en los que aparecen declaraciones tergiversadas o hasta falsas porque él no lo haría jamás. Debe parecerle de otra galaxia que haya juezas que lleven a declarar a un delegado del Gobierno sin haber respondido a ninguno de los recursos de su defensa, sin haber esperado a que la Fiscalía informe, en fin, habiendo atado de pies y manos sus derechos aprovechando las circunstancias atípicas derivadas de un estado de alarma.
No se le pasa por la cabeza que un juez pueda poner su prestigio científico en pena de banquillo transitorio, que pueda convertir su futuro tras este inmenso servicio a la patria, en un campo de abrojos y hacerle diana de tiros jurídicos de una guerra en la que él sólo sería una pieza de caza menor, un escalón para llegar al premio gordo, un apoyo para lograr por las togas lo que no se puede conseguir ni en el Congreso ni en las urnas.
No tiene sino mirar cómo le han pedido que eche a las fieras al resto de funcionarios que le han acompañado en la peliaguda tarea de valorar las condiciones para desencallar de las comunidades. Como titánico Sísifo ha cargado sobre su única espalda con la cruz de esa espada cainita que está esperando a despedazar a quien sea preciso para lograr llegar con sus fauces hasta su verdadero objetivo.
En el elogio de Fernando Simón, en el reconocimiento de su grandeza, incluyo también la fuerza para defender su opción de servicio público frente a todos aquellos a los que él sólo les parece un daño colateral en su escalada contra el Gobierno. Simón, la España madre está contigo y con ella la España hermosa y agradecida. Dejémosles que rujan y que se disfracen de hijos suyos, porque siempre seremos más los dispuestos a aplaudir, pero también a reivindicar, la grandeza de quienes son dignos.
Tienes, Simón, el reconocimiento de tu patria y de tus compatriotas.
Las hienas aúllan, pero el clamor popular de la buena gente de este pueblo las acalla.