La prueba más contundente de lo mal que está la política española es que en esta campaña ni en la anterior ninguno de los partidos ha hecho propuesta alguna sobre qué hacer para rebajar o reconducir la crisis catalana. A lo sumo alguno de ellos ha avanzado la idea del diálogo, algo que hoy por hoy no quiere decir nada. Y últimamente ni eso. ¡Ah! Y también mucha amenaza de aplicar la máxima dureza si el independentismo se desmanda. Y todo eso no expresa sino irresponsabilidad, incapacidad o el convencimiento de que no hay nada que hacer. Es decir, nada bueno.
Y así, mientras las crónicas cuentan que en vísperas de la sentencia del Supremo en Cataluña hay tensión, angustia o indignación según piense cada cual, lo que hay en el resto de España es más bien poca inquietud, porque el asunto no mueve conciencias o porque la mayoría de los ciudadanos cree que el Estado controlará la situación. Y buena parte de ella no le hace ascos a que utilice medios muy contundentes para lograrlo.
La cosa viene de antes, pero en los últimos años Cataluña y España viven en mundos totalmente distintos y muy alejados. Como colectividades que sienten y padecen; y por muy intensos, aunque últimamente decrecientes, que sean los intercambios comerciales, profesionales y personales entre ambos. En España sólo una minoría políticamente insignificante ha manifestado algún interés por comprender el cataclismo que se ha desencadenado en Cataluña. Que llevó, primero, al auge del independentismo, luego al 1-O y que sigue, sin que nadie tenga claro en qué va a terminar. Que puede ser muy malo.
La mayoría de españoles, probablemente abrumadora, manifiesta un rechazo sin paliativos a todo lo que tenga que ver con el nacionalismo catalán y, de paso, con todo lo que se entiende por catalán. Y esa actitud es la razón principal de que el problema no solo no tenga solución sino tampoco salida alguna en un horizonte temporal previsible.
Porque el independentismo puede entrar en crisis, ya lo está en parte, y cambiar significativamente su morfología a medio plazo, alimentando la posibilidad de un nuevo escenario. Pero cualquier cambio en ese territorio no valdrá de nada si en España se mantiene el rechazo y la animadversión generalizadas hacia lo catalán.
Y nada indica que eso vaya a modificarse. Porque los principales actores políticos españoles están empeñados en mantenerlo. Es más, la política española gira ya desde hace algunos años en torno a ese rechazo. Entre unos políticos insensatos y unos medios que no lo son menos lo han convertido en la seña de identidad principal de lo que ellos llaman “nuestra democracia”.
Los independentistas, y los que no los critican, son los malos contra los que es obligatorio colocarse. Hubo un tiempo en el que había debate al respecto, en el que se sacaban a colación los excesos, más bien burradas, de la derecha como explicación del fulgurante crecimiento del independentismo en los últimos años. Hoy cualquier apunte en esa dirección ha desaparecido del panorama político, intelectual y no digamos mediático. Con la excepción de los que hace, de vez en cuando y no sin problemas, Unidas Podemos.
El PSOE ha renunciado a cualquier veleidad en ese terreno. Porque teme que la España políticamente correcta, la de derechas y la que no lo es tanto, se le eche encima y lo machaque si se atreve a adentrarse en el mismo. Y seguramente teme más a eso que al coste electoral de ese eventual atrevimiento, que seguirá siendo una incógnita mientras no se dé paso alguno en esa dirección.
Los socialistas han perdido la iniciativa en el asunto crucial de la política española. Ahí quien manda es la derecha, lo de Cataluña es cosa suya y debe pensar que ese protagonismo es una de las claves de su proyecto de volver al Gobierno, en estas o en las próximas elecciones. No han improvisado su estrategia. Llevan trabajando en ella desde hace tiempo. Sin pararse en mientes, como cuando llamó al boicot a los productos catalanes. Y aunque eso le haya llevado a la marginalidad en la política catalana.
Están convencidos de que su dureza contra el catalanismo terminará por doblegarlo, si no destruirlo. Ese es su plan. No tienen otro y están convencidos de que la mayoría de la opinión pública les apoya en ese camino. Ellos y sus medios, con no poca autonomía al respecto, han sabido imponer ese discurso a la mayoría de los ciudadanos. A los que ya tenían una atávica antipatía de partida hacia los catalanes y a los que horrorizó el 1-O. Porque temieron que después de eso podía venir lo peor para toda España.
Esa estrategia puede ser suicida. Porque si las cosas se salen de madre, que todavía están muy controladas y se puede discursear alegremente al respecto, Cataluña puede entrar en una espiral que puede desestabilizar a toda España. Y entonces con violencia de verdad. Ese riesgo existe, pero advertir de ello empieza a sonar cada vez más ridículo. Como denunciar que golpeando sin freno a los independentistas están cargándose la democracia española. Porque, ¿a cuánta gente le indigna que unos relevantes cuadros políticos lleven más de dos años en prisión provisional, y no por corrupción, algo que sólo pasa en Turquía y en las dictaduras más brutales?