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La especulación del suelo se acaba con impuestos a la tierra

Dos personas observan los anuncios de viviendas en una inmobiliaria.
21 de junio de 2024 22:45 h

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El acceso a una vivienda digna y asequible va a ser la tumba de muchos gobiernos pretendidamente progresistas, siendo España el ejemplo más palmario. En el caso español, concurren dos hechos dramáticos que no permiten ser optimistas sobre el devenir de la situación para un porcentaje muy elevado de la población. Por un lado, el déficit crónico de viviendas sociales cuyo origen es la obsesión de los mercaderes públicos y privados sobre las bondades del mercado en la tarea de la asignación eficiente de un bien escaso como la vivienda. Por otro lado, la irrupción sin control de la oferta de viviendas turísticas y de temporada ha vaciado en muchas zonas de las ya escasas viviendas para alquiler tradicional, con la permisividad de las administraciones públicas y la presión de lobbies de portales inmobiliarios y patronales de viviendas turísticas.

Estos antecedentes hacen de España el país con menor capacidad para poder cumplir el precepto constitucional de acceso a una vivienda digna, pero sobre todo cuestiona todas las promesas realizadas durante los últimos 30 años en materia de vivienda social. Merece una mención especial la soflama lanzada por el alcalde de Madrid proclamando que esta ciudad es la capital europea con mayor porcentaje de vivienda asequible, algo que sólo se sostiene si uno cree que la población está completamente desinformada o es tonta.

Con estos mimbres, el Gobierno actual recuperó el Ministerio de la Vivienda –otra cosa es a quién puso al frente– tratando de señalizar que su prioridad iba a ser la provisión de vivienda social y asequible a una mayoría de los que realmente lo necesitan, aunque tanto la capacidad presupuestaria (unos 4.000 millones de euros por año), como las directrices que emanan de sus directivos, permiten dudar seriamente de la voluntad real de solventar un problema endémico. Los cálculos numéricos nos dicen que se necesitan unos 6-7 millones de unidades de vivienda social/asequible para equiparar el porcentaje que tienen los mejores países de nuestro entorno, un 30% del total. Aquí partimos de un 2%, por lo que los planes anunciados, muchos de ellos a muy largo plazo como, por ejemplo, la operación Campamento en Madrid, se antojan claramente insuficientes tanto a corto como a largo plazo. 

Las excusas del sector privado son variadas y variopintas, por lo que, dado que el sector público carece de empresas de construcción, estamos en manos de los lobbies constructores y los de promoción residencial. El primer obstáculo es el precio del módulo de vivienda pública, que imposibilita cubrir costes y rentabilidad, según ellos, por lo que casi ninguna empresa se aviene a participar en los concursos públicos. Esto es claramente una excusa sin mucho fundamento siempre que el suelo se facilitase de forma gratuita por parte de las distintas administraciones, algo de lo que hablaré más adelante. Pero más importante aún es constatar que si, por arte de magia, llegásemos a tener un porcentaje de vivienda pública o social del 30%, el valor de toda la cartera inmobiliaria del país caería un porcentaje significativo, y eso es lo que no se puede permitir por parte de los grandes inversores en España. 

Con esta premisa, es fácil afirmar que, dado el poder de las grandes corporaciones existentes en España, ninguno de estos hitos se va a lograr. Es por esto que seguiremos asistiendo a una inflación de precios de alquiler, y por ende de compra, que anularán todos los esfuerzos realizados en materia de subida de salario mínimo o salario de convenio. Las ganancias de bienestar y renta se verán ampliamente compensadas por las pérdidas asociadas al encarecimiento y la falta de una verdadera política social de vivienda. Aquí puede estar la explicación, en parte, de la evolución del voto por parte de un segmento de la población que observa, con desazón, la inutilidad de la política en materia de acceso a la vivienda. En este punto no hay que perder de vista cómo los portales inmobiliarios en España, lo mismo que en EEUU, están inflando los precios de alquiler a través de algoritmos sin que la justicia actúe de forma decidida.  

El precio de la vivienda tiene un componente, a diferencia de otros países de nuestro entorno, que explica una parte relevante de la varianza de dicho precio, que es el precio del suelo. La mayor fuente de inflación, pero también de corrupción política, radica en la especulación del suelo, la retención del mismo y, sobre todo, la ausencia de ningún incentivo para poner suelo en el mercado, dado lo barato que sale especular con un bien como la tierra. Es conocido que los mayores incrementos patrimoniales se dan en el campo del suelo, independientemente de la calificación que tengan, pero ningún gobierno en España se ha atrevido a imponer un gravamen, especialmente al ocioso. 

El resultado de esta ineficiencia es que los gobiernos que no recaudan ingresos suficientes sobre la renta del suelo, y sus posibles plusvalías, tienen que recurrir a impuestos mayores de lo deseado sobre salarios, consumo o beneficios, siendo éstos distorsionantes de las decisiones de consumo e inversión, a diferencia de los primeros que son neutros. La pregunta que surge es clave: ¿Qué pasaría si gran parte de la recaudación fiscal proviniese de este tipo de gravamen? Hay muchos economistas que han dado respuesta a esta pregunta, como Stiglitz o Nicolaus Tideman, que llegan a demostrar empíricamente que un dólar recaudado por el impuesto al valor del suelo se convierte en 1,25 dólares si se eliminan las cotizaciones sociales, y en 2,25 dólares si se sustituyen por impuestos directos sobre la tierra. 

Con estas premisas hay que comenzar un debate serio y riguroso sobre la implantación de un impuesto a la tierra, algo que ya comenzó Fernando Scornick hace años, sin que fuera escuchado. El modelo planteado se basa en la técnica de Mason Gaffney que permite calcular las ganancias de una reforma fiscal basada en la imposición sobre la tierra, tanto en recaudación, como en volumen de PIB, y compararla con la imposición clásica sobre consumo, beneficios, trabajo y ahorro. Las ganancias obtenidas en la literatura económica son claras, y ejemplos prácticos los tenemos en el Reino Unido o Dinamarca, donde entre el 9% y el 18% de los ingresos fiscales provienen de la tierra. 

Una extrapolación al caso español nos podría dar una recaudación de más de 50.000 millones de euros al año con un gravamen del 1% sobre el 40% del valor comercial del suelo ocioso que tenemos en España. Esto permitiría aliviar la carga fiscal sobre consumo y trabajo y mejoraría sustancialmente las cuentas públicas para el Estado. Con ello, todas las plusvalías de la venta de suelo recaerían en el municipio, que podría invertir de forma finalista en la construcción, rehabilitación y compra de edificios para la provisión de un parque público de vivienda social y asequible de verdad, no como el que proclama Almeida para consumidores de noticias del club de fake news. Una premisa fundamental es que todo el suelo público no debe enajenarse nunca, permaneciendo siempre, como en Reino Unido, en manos de los ayuntamientos, que lo ceden de forma gratuita con contratos perpetuos. 

En conclusión, la ministra de Hacienda, ahora que va a empezar a trabajar en los presupuestos del año próximo, debería sentarse y diseñar un plan para instaurar un impuesto al suelo que no distorsiona el consumo y la inversión y que permite recaudar cantidades ingentes, sin afectar a las decisiones económicas básicas de empresas y consumidores. Con ello, ganaría en eficiencia y capacidad recaudatoria y estaría más cerca el anhelo de tantas familias que necesitan una vivienda digna y asequible. La pregunta es, ¿lo veremos en España? La respuesta es que no. Al tiempo.

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