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Esperando la condena del procés

Los doce acusados en el banquillo del Tribunal Supremo

Alfonso Pérez Medina

Tras el casi siempre soporífero acto que todos los años abre el curso judicial, el Salón de los Pasos Perdidos del Tribunal Supremo acoge un pequeño cóctel en el que, alrededor del rey, se juntan los políticos, jueces, fiscales y altos funcionarios que cortan el bacalao en el mundo de la justicia y que aprovechan el encuentro para saludarse después de las vacaciones, intercambiar chismes y hablar más bien poco de los problemas reales de la Justicia.

Tradicionalmente el interés de los periodistas suele estar en el corrillo del rey, que traslada algunas impresiones sobre la situación política del momento, pero este año la escena era distinta. Frente al escudo de España que preside la estancia, rodeaban al monarca una decena de informadores, mientras que en el otro extremo de la sala, bajo las pinturas de Alcalá Galiano que representan las virtudes de la Justicia, casi una treintena acechaba al presidente del tribunal del procés, Manuel Marchena.

Todos los ojos están puestos en el máximo responsable de la Sala Segunda, que lleva todo el verano escribiendo una sentencia que pondrá fin a un ciclo político que se abrió el 19 de diciembre de 2012, cuando Artur Mas y Oriol Junqueras sellaron la unidad circunstancial de la derecha y la izquierda nacionalistas para sacar adelante lo que se llamó el Acuerdo por la Transición Nacional. Lo que venga después de la sentencia será necesariamente distinto porque, si algo ha quedado demostrado a lo largo de los últimos siete años, es el fracaso de la vía unilateral hacia la independencia.

Y todo apunta a que la sentencia será condenatoria y estará más cerca de la severidad que de la laxitud. Las escasas señales que transmite el tribunal, que se ha blindado para evitar filtraciones que puedan ser aprovechadas por los acusados para cuestionar la validez del procedimiento en las demandas por vulneración de derechos que presentarán ante el Tribunal de Estrasburgo, abundan en que la resolución será estrictamente jurídica. Lejos de las llamadas al diálogo y al retorno al terreno de la política reclamado por Junqueras en su última palabra, los jueces quieren limitarse a dilucidar si los dirigentes independentistas se saltaron o no la ley. Y eso, a día de hoy, resulta obvio, más allá de las dudas que suscita la acusación por rebelión, que siempre podría rebajarse con alternativas como el grado de conspiración.

Los siete togados –incluido Luciano Varela, que accederá a la jubilación en el mismo momento en el que firme la sentencia- están participando en las deliberaciones, que se abordan por bloques temáticos y a buen ritmo. La idea del tribunal es notificarla después del 23 de septiembre, fecha límite para disolver las Cortes si PSOE y Unidas Podemos fracasan definitivamente en sus negociaciones, y antes del 16 de octubre, día en el que expira el plazo de dos años de prisión provisional que la Audiencia Nacional dictó contra Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, cuando aún no se había proclamado la DUI y la Fiscalía ya apuntaba a la sedición como calificación de lo que ocurrió durante el registro de la Consejería de Economía.

Aunque cualquiera de los magistrados está a tiempo de anunciar la presentación de un voto particular, a día de hoy lo más probable es que la resolución sea unánime y que, si los hay, estos sean concurrentes y no discrepantes. Es decir, que compartiendo la conclusión jurídica adoptada, alguno de los miembros del tribunal se desmarque de sus compañeros discrepando únicamente de la fundamentación utilizada para llegar a ella.

Más claras son las vibraciones que traslada la Fiscalía, alguno de cuyos representantes vaticina en privado una condena superior a los diez años de cárcel para los dirigentes independentistas que permanecen en prisión y la asunción por parte del tribunal de la tesis de la rebelión violenta contra el Estado.

La fiscal general, María José Segarra, que lleva meses avalando la línea dura sobre el asunto catalán, aprovechó su primera intervención del año para destacar la “imperiosa obligación” de que “todos” acaten la sentencia, “sea cual sea el sentido de la misma”, lo que resulta una perogrullada si no fuera porque unos días antes el presidente de la Generalitat, Quim Torra, apuntaba que los catalanes no aceptarán una resolución que “no sea absolutoria”. Después, en una entrevista en RTVE, Segarra deslizó la posibilidad de pedir al Supremo que reactive las órdenes europeas de detención contra Carles Puigdemont y el resto de los dirigentes independentistas que permanecen en el extranjero si, como prevé, la sentencia confirma las penas de prisión.

Ante esa condena que viene, la actual clase dirigente del independentismo, más dividida que nunca, se ha atrincherado en un victimismo que, lejos de reconocer la comisión de errores en estos años, refuerza el discurso de la represión del Estado y amenaza con “segar las cadenas” y volver a saltarse la ley. Aunque su apoyo en la calle, como se pudo apreciar en la Diada, esté cayendo en picado.

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