“¿Cuáles son sus metas y sueños para alcanzar los 100 años?” era una de las preguntas de la encuesta llevada a cabo por la revista TIME en 2015. Las dos respuestas más comunes fueron las que he utilizado para titular esta tribuna.
Factores de una expectativa de vida mayor
Se trata de una gran variedad de causas la que opera en esta dirección; desde una salud mejor, nutrición más sana, atención médica de mayor calidad técnica y personal, educación más completa, alto desarrollo tecnológico, o mayores salarios. Los expertos no se ponen de acuerdo en la prelación de estos factores, aunque la salud pública y la educación suelen encabezar los ránkings.
Las patologías más extendidas entre los nuevos mayores son cuatro: oncología, cardiovasculares, diabetes de tipo 2, y neurodegenerativas. Lo que concita una relativa unanimidad es el miedo por cualquier tipo de demencia. Mientras muy pocos conocemos a centenarios, en cambio, si sabemos de casos de demencia, que sigue un patrón de acusado crecimiento: en los países más desarrollados alrededor del 1% de personas mayores de 60 años, el 7% de mayores de 75 y más del 30% de mayores de 85 años padecen profundas patologías cognitivas.
Muerte y vejez
Si miramos nuestra historia, la muerte no ha sido un concepto asociado necesariamente a la vejez. Nuestros ancestros en las llanuras africanas a penas llegaban a los veinte años, los suficientes para asegurar la continuidad de la especia. Esta situación sí que fue longeva porque duró miles y miles de años. En la Edad Media, la esperanza de vida se situó un poco por encima de los treinta, para llegar en hasta los cuarenta y siete años al comienzo del siglo XX en los Estados Unidos, y superar los ochenta un siglo después, que puede calificarse sin exagerar como un aumento repentino.
Aunque en los países desarrollados un niño nacido en 2008 tiene un 50% de posibilidades de vivir hasta los 104 años, y en Japón hasta los 107, este fenómeno de aumento de esperanza de vida no es sólo propio de esos países, sino que se trata de una tendencia prometedora asimismo en países en desarrollo. Somos testigos de un fenómeno global que desvela que, independientemente del lugar de nacimiento, las futuras generaciones están preparadas para vivir vidas significativamente más longevas. Vivir más tiempo ya no va a significar ser anciano durante más años, sino permanecer “joven” más tiempo.
Sin embargo, no todas las curvas con pendiente positiva acusada traen buenas noticias. Los Estados Unidos han pasado del lugar número 20 en términos de esperanza de vida en 1960 al 43 recientemente. Un fenómeno lamentable puede explicar esta esperanza decreciente de vida: muertes por desesperación, vinculadas con sobredosis de drogas, alcoholismo, homicidio y el terrible y creciente suicidio.
¿Cuánto vamos a vivir?
Hoy no sabemos responder a cuánto puede llegar a vivir el ser humano, pero sí que las personas tienen la oportunidad no sólo de alcanzar una vejez digna de ese nombre, sino además vivirla durante décadas en una forma envidiable. Baste como botón de muestra el rendimiento cognitivo, que tanto afecta a nuestra calidad de vida y por ende a la capacidad de seguir trabajando de modo satisfactorio. Nada tiene que ver un septuagenario a día de hoy, que en 1.900, 1950 o incluso 1970.
La Universidad de Stanford es pionera en este campo de investigación. También hace unos pocos años hicieron una pregunta a personas entre 55 y 85 años: ¿se siente usted lo suficientemente sano/a para trabajar?
Unas ganas renovadas
Hasta los 84 años la respuesta positiva oscilaba entre el 95% y el 78% según los dos extremos; siendo a mi juicio lo más revelador, que más de la mitad de los mayores de 85 años afirmaron estar lo suficientemente sana como para trabajar. El nivel educativo resultaba un factor que correlacionaba con la capacidad de vivir por su cuenta, pagar sus propias facturas o conducir un coche. A esto se suman estudios que revelan que las personas mayores manejan mejor sus emociones que los de mediana edad, y, especialmente, que los más jóvenes.
No solo las emociones controladas hacen la vejez más maleable, sino que la temida soledad es experimentada por los veinteañeros el doble que sus abuelos, lo que unido a un sentido más desarrollado de la gratitud y del perdón y sumado a un espíritu de servicio y de propósito vital más robusto, lleva a los mayores a disfrutar en general más que otras generaciones de un bienestar emocional que bien podría merecer el nombre de felicidad.
Llegados a este punto, como además son personas que han acumulado más conocimientos de media, ya que el conocimiento suele justamente crecer con el tiempo bien aprovechado, tendríamos un conjunto de la población a la que decirle que han hacerse a un lado para dar paso a otros por su menor edad, puede resultar un desacierto pluridimensional.
Basta con advertir a dos movimientos tectónicos, cuyas consecuencias ya resultan de una obviedad difícil de desatender, y me remito a remiendos presupuestarios que se van desgajando en la opinión pública, y que descansarán sobre nuestro hijos y nietos, si es que se dejan. Ya siento informar de que a mis alumnos más jóvenes no parece entusiasmarles la idea de dedicar la parte del león de sus rentas futuras, que no prometen ser magras, a que la jubilación no sufra “ajustes”. ¿Quién es el responsable de que los sistemas de pensiones no fueron concebidos para una población jubilada de este volumen, con una longevidad multiplicada? La incertidumbre económica correlaciona con la sostenibilidad económica. Los interrogantes se amontonan y las respuestas están por llegar, porque nos adentramos en un continente hasta ahora realmente inexplorado. Nos sobran tanto las profecías aciagas o como las promesas sin fundamento real.
El futuro ya está aquí
Necesitamos ir dando pasos firmes y alzar la mirada hacia delante para avistar las sendas económica, social y antropológicamente transitables. El futuro ya está aquí: sabemos que no es verdad que pasados los sesenta años haya que dejar de trabajar, que la edad de jubilación puede englobar fases de actividad personal, desenganche y reenganche laboral, y descanso, que en la edad avanzada se necesitará más dinero del que los sistemas públicos y privados iban a ofrecer, y que los nuevos mayores tienen unas ambiciones inéditas.
No estamos exentos de errar, pero no eso no será demasiado grave si disponemos de la flexibilidad política para corregir el rumbo.
Los centenarios del siglo XXII ya están entre nosotros. ¿Qué tenemos que cambiar en nuestras empresas y, por ende, en nuestra sociedad para que ambos cuenten efectivamente con ellos? ¿Resultaría razonable empezar a pensar, naturalmente sólo para aquellos que así lo deseen, en sustituir una jubilación abrupta a una determinada edad tras una intensa vida laboral por una nueva realidad del trabajo extendido que fuese más adecuada a esas edades avanzadas y en forma física y mental?