Sobre la euforia financiera

En economía, la desgracia y el fracaso son habituales. En una época de crisis como en la actual, este hecho es aceptado generalmente. Pero entonces, ¿por qué no lo tuvimos en cuenta hace diez años? ¿dónde estaban, en qué trabajaban o pasaban el tiempo las instituciones fincancieras o los gobernantes de entonces? ¿y qué pensaban los economistas, periodistas y demás expertos mediáticos cuando las distintas burbujas estaban creciendo?

La creencia común, aceptada por expertos y aprendices en aquellos momentos de aparente bonanza, nos señalaba la dirección que debíamos seguir como eficaces inversores. La movilidad del dinero era algo fundamental, parecía que manipuláramos metales incandescentes en vez de monedas o billetes en busca del lucro. Tomábamos el aperitivo y jugábamos al golf o al pádel en clubes exclusivos con nuestro asesor financiero, y descubrimos lo interesante y útil que podía llegar a ser la prensa salmón. Disfrutabamos de una fiesta a la que todos estábamos invitados, ya que no había ni un solo banco que negase un préstamo, independientemente de la situación de cada uno.

Todos éramos ricos, sabíamos de economía y teníamos claro que el precio de las viviendas no iba a bajar nunca. El ladrillo era una inversión segura según todos los indicadores y no nos podíamos quedar atrás en todo aquello. Con el tiempo y la práctica necesaria nos convertimos en especuladores natos; preferentes, derivados y demás artificios financieros fueron llegando sin regulación. ¿Quien quiere control cuando todo va bien?

Entramos en el club de los privilegiados, creyendo ser ricos, y la mayoría aspirábamos a tener un adosado, un coche más grande que el del vecino y pasábamos nuestras vacaciones en el Caribe, Bora-Bora o Zanzíbar.

Esa era a grandes rasgos nuestra idea de lo económico. De repente, sin apenas tiempo para asimilarlo, todo se torció. Y es que el mayor enemigo de la creencia común es la cruda realidad. Pudimos observar desde la distancia el pinchazo de la burbuja de las hipotécas subprime en EEUU, sin saber lo que se nos venía encima. Apenas tuvimos tiempo a reaccionar, como suele ser en estos casos. Es de sobra conocida la marcha de los acontecimientos posteriores y nuestra situación actual.

Lo curioso es que este tipo de locura económica colectiva se lleva dando unos cuantos años, y parece que estemos condenados a repetirla. Cualquier artículo o descubrimiento que parezca interesante o deseable capta la atención del mundo financiero, y es entonces cuando la maquinaria se pone a funcionar. A partir de este punto, la especulación se retroalimenta; el artículo en cuestión alcanza precios totalmente desproporcionados, fuera de toda lógica, mientras una muchedumbre detrás lo persigue con total interés. La economía y la sociedad al completo se adentran en un bucle que acaba finalmente con un choque violento que provoca una desaceleración económica y sufrimiento en gran parte de la población.

El objeto especulativo ha variado según la época y el país. Por ejemplo, en los Países Bajos del siglo XVII, los bulbos de tulipanes (después los jacintos) llegaron a pagarse por el equivalente a quince años de salario de un artesano medio, y los más exóticos se llegaron a canjear por viviendas en las mejores zonas de las ciudades. Los adelantos tecnológicos han sido frecuentemente objeto de especulación; el ferrocarril en Estados Unidos, la crisis del petróleo (asociada a la burbuja automovilística) a nivel mundial o las más recientes empresas puntocom, por citar algunos ejemplos. Empresas innovadoras en las diferentes épocas también han sido objetivo de estas burbujas; desde La Compañía de los Mares del Sur en el siglo XVIII, hasta Enron o Gowex en el XXI. Incluso bienes de primera necesidad, como son las viviendas, han llegado a ser objeto de estos embrollos especulativos, cuyas consecuencias conocemos de primera mano.

Los distintos episodios de locura especulativa se han repetido por la “satisfacción” de ser rico o acrecentar la riqueza que ha tenido un gran número de individuos. La frágil memoria del ser humano nos ha llevado a repetir nuestros errores cada cierto tiempo, incluso los más dramáticos (como las guerras).

La locura especulativa ha sido una constante durante siglos y no sugiero echarle la culpa de ello al capitalismo. Pero no ocurre lo mismo cuando se observa la engañosa asociación entre inteligencia y riqueza. La posesión de dinero o el éxito empresarial se cubren sobre el manto de la inteligencia, la capacidad creativa o incluso la agudeza personal del individuo, sin considerar otras variables. Este reconocimiento social de la riqueza (asimilado en el capitalismo como “más dinero, mayor logro”) puede haber empujado a más gente a los remolinos especulativo-financieros. Podríamos decir que la euforia financiera en todo su proceso, desde la fase alcista hasta el hundimiento, va acompasada de factores económicos pero también sociales.

Actualmente el problema se agrava ya que las finanzas mandan sobre la economía real. La economía financiera es la que gobierna, gracias a la herencia que padecemos desde la ola neoliberal de los 80, en la que comenzó a fraguarse la desregulación del sector financiero junto con la no intervención de los gobiernos en los asuntos del mercado. Hoy en día, cualquier fondo de inversión (economía financiera) de un tamaño considerable puede comprar una empresa industrial, cerrar la mayoría de sus plantas productivas y echar a sus trabajadores (economía real), en casi cualquier lugar del planeta. El perjuicio a la economía real es más que evidente, ya que la empresa industrial creaba valor, y sin embargo la empresa financiera no lo hace.

Para que unos cuantos brokers y sus empresas se forren con incentivos y primas, muchos trabajadores pueden ser condenados a un desempleo que los arrastre a la pobreza y las fábricas sentenciadas al cierre, dejando de producir sin ningún motivo económico razonable (ineficiencia, competencia, tecnología, etc.). El destrozo económico se ve agravado además por el libertinaje (¡ya es hora de borrar la palabra “libertad”!) de este tipo de empresas que no dejan ni un duro en las arcas públicas porque les permitimos tributar en paraísos fiscales. Básicamente, les permitimos no tributar para que se lo lleven crudo, un auténtico latrocinio.

Pero, ¿esta economía es la que queremos? ¿acaso es una economía justa? ¿queremos una sociedad en la que la especulación esté por encima del trabajo?¿realmente queremos cambiar esta situación o estamos esperando nuestra oportunidad? ¿es moralmente aceptable nuestro deseo de acumulación frente a la escasez de otros?

Como dijo acertadamente James Baldwin, “la gente está atrapada en la historia, y la historia está atrapada en la gente”. El primer paso necesario para no repetir errores del pasado y avanzar hacia una economía justa es superar nuestra propia codicia. ¿Estamos preparados?

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.