Menos de una semana después de haber votado no a Europa, el Reino Unido estará conmemorando el centésimo aniversario del inicio de la batalla del Somme. El 1 de julio de 1916, en apenas unas horas, casi 20.000 soldados británicos se dejaron la vida en los campos de Francia. Nunca antes en su Historia el ejército británico había sufrido tantas bajas en un solo día. Y nunca después volvería a sufrirlas, ni siquiera en las playas de Sword y Gold, durante el desembarco de Normandía.
El Reino Unido siempre ha concebido la construcción europea como un espacio de oportunidades económicas, no como un proyecto político. Sin embargo, los lazos que nos unen a ellos, que nos unen a todos los europeos, son demasiado fuertes como para que un referéndum se los lleve por delante. Aunque haya decidido caminar solo, el Reino Unido sigue formando parte de Europa.
Los británicos acudieron a las urnas sabiendo que el debate económico estaba claramente decantado a favor de su permanencia en la Unión Europea. No había, al menos en el horizonte inmediato, una agenda política que les forzase a avanzar en una dirección no deseada. Y, pese a todo, decidieron abandonar el que, sin duda, es el proyecto político de mayor envergadura que jamás se haya diseñado en Europa y que ha permitido, entre otros logros, el periodo de paz y prosperidad más largo de nuestra historia reciente.
Que los argumentos emocionales e identitarios hayan prevalecido sobre los de índole racional es un mal síntoma que se añade a los vientos que soplan de Austria, Finlandia, Holanda, Hungría, Polonia y otros estados miembros de la Unión. Incluso en la propia Francia, la última frontera, el euroescepticismo gana adeptos cada día.
Es probable que los británicos no sean más euroescépticos hoy de lo que eran hace cinco, diez o veinte años. Y, desde luego, no han abandonado la Unión porque estuviesen en desacuerdo con las políticas de austeridad, porque viesen en Bruselas a un ogro neoliberal o porque no aprobasen el vergonzante acuerdo de expulsión de refugiados de guerra a Turquía. En este sentido, la lectura que la nueva izquierda europea hace del resultado del referéndum es interesada y no corresponde a la realidad.
Hace tiempo que la Unión se ha convertido en el cajón de sastre del descontento político, social y económico de muchos europeos, a derecha e izquierda. Es cierto que la Comisión, el Parlamento y el Consejo Europeo de Jefes de Estado son corresponsables de su descrédito, y que se han tomado decisiones que no siempre han respetado los principios fundacionales de la Unión (Idomeni es una mancha indeleble).
También es cierto que la hoja de ruta para la salida de la crisis económica se ha aplicado con excesiva ortodoxia, cuando no ceguera. Sobran halcones que hacen de la política europea una mera cuestión de principios, en detrimento del deber de responsabilidad. Y sobra, también, cierto quintacolumnismo que ha impregnado una parte de las instituciones europeas.
Pero seamos sensatos. Es pura autocomplacencia pensar que nuestros males son consecuencia de la insidia de Bruselas, en lugar de asumir las consecuencias de nuestros propios actos en clave doméstica. Cometemos un grave error cada vez que, para mostrar un legítimo desacuerdo con tal o cual política europea, cuestionamos la conveniencia misma del proyecto europeo. En Europa, como en cualquier Estado, las instituciones deben estar por encima de las personas que las encarnan y por encima incluso de las políticas que, en uno u otro momento, sean de aplicación.
El camino no es un retorno a los Estados nación del siglo XIX, es el contrario. Británicos o no, pensemos todos en Europa cuando el próximo viernes se haga la tradicional ofrenda de amapolas en el gigantesco cráter de “la Grande Mine” (o “Lochnagar Crater”), originado por la explosión que dio inicio a la batalla del Somme, poco antes de las 7h30 de la mañana del 1 de julio de 1916, en la habrían de fallecer un millón de personas.