El pasado mes de octubre fui seleccionado para realizar una interinidad en la Facultad de Ciencias Sociales de Melilla (Universidad de Granada). Cuando me trasladé a la ciudad autónoma me comunicaron que una de las asignaturas a impartir era la de Economía del trabajo. Lo que en principio podía parecerme un fastidio, puesto que no me veía obligado a analizar en profundidad las teorías económicas sobre el mercado de trabajo desde que allá por 2008 estudiara el segundo curso de la licenciatura en Economía, se convirtió pronto en una excelente oportunidad. Analizar, exponer y discutir con mis estudiantes el funcionamiento del mercado de trabajo, la determinación de los salarios, las interpretaciones del desempleo y sus posibles soluciones. Era un contexto inigualable para mejorar mi comprensión sobre la situación del no empleo en España.
Me adentré en los manuales de la disciplina para preparar mis clases y pronto comprendí algo que me estaba pasando desapercibido: los millones de parados, los exilios forzosos de jóvenes, la enorme precarización de las condiciones de trabajo y la pérdida paulatina de derechos laborales en España y otros muchos países, no son más que el resultado normal e inevitable de aplicar las recetas que promueven la teoría económica más extendida en la disciplina económica (teoría neoclásica, neoliberal o liberal, como común aunque erróneamente se conoce).
Cuando se entiende el empleo únicamente en términos de equilibrio en el mercado laboral; cuando el desempleo no existe y es una elección voluntaria de individuos racionales en igualdad de condiciones para negociar; o cuando es factible pensar en un mercado libre como mecanismo natural de regulación que da soluciones eficientes, no puede haber otra cosa que constantes tensiones y dualidades en el mercado de trabajo, desempleo masivo, una proliferación del empleo basura y una disminución constante de poder adquisitivo para la mayor parte de la ciudadanía. En definitiva, lo que viene siendo el panorama nacional español y en general el de la mayoría de países de la zona euro.
Muy lejos del empleo digno y los derechos laborales
Por todo ello, pienso que la interpretación de los datos de paro está fallando estrepitosamente. Tener en torno a cinco millones y medio de parados y una tasa de paro juvenil del 51,8% no es para nada un fracaso sino más bien todo lo contrario. Es un éxito total de las recetas aplicadas puesto que reducir costes empresariales, frenar las tensiones al alza de los salarios reales, eliminar rigideces en el mercado de trabajo y mejorar nuestra competitividad del modo que se está haciendo (reformas laborales de 2010 y 2013) no es más que destruir empleo o crearlo a costa de una mayor precarización generalizada. Este compendio de eufemismos, usado comúnmente en foros económicos, encubre estrategias que benefician a sectores concretos y muy minoritarios de la población.
De ahí que para mí no signifiquen absolutamente nada los datos publicados el pasado jueves sobre creación de empleo en 2014. Mi interpretación va mucho más allá de cifras y responde a un análisis crítico, sistémico y de largo recorrido, un análisis imposible de plantear por la teoría neoclásica o sus derivas interpretativas, e imposible de plantear por actores políticos buscadores de votos. Desde mi posicionamiento, nada de lo que ocurra en el marco de las teorías que están dominando actualmente el discurso económico puede hacer que se vuelva a una senda de recuperación de derechos laborales, de creación continua de trabajo digno, de eliminación de la inseguridad laboral y de un largo etcétera de mejoras para la mayoría de trabajadores y trabajadoras.
De hecho, mucho me temo que la mayor parte del empleo que se cree en los próximos años, a no ser que haya un giro radical en el tipo de políticas a aplicar, será empleo basura.
No hay más que mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta. Digamos que hablo de Granada, ciudad que conozco bien: hoteles que cierran para liquidar a personas con sueldos decentes y derechos, abriendo al poco tiempo a base de mileuristas; amigos y amigas que trabajan como autónomos (perdón, “empresarios”) haciendo las veces de una subcontrata de una subcontrata y no tienen ni voz ni voto sobre sus decisiones, callar o callar; familiares sin más posibilidad que el exilio forzoso; chicos y chicas jóvenes apostados a pie de bar vendiéndonos las exquisiteces mil de su local puesto que cobran en función de los clientes que entren. Espero equivocarme pero mucho me temo que este tipo de prácticas van a ir en aumento y de aquí a nada, cuando me pida una cerveza me atenderá un autónomo que cobrará en función de mi grado de ebriedad.
Si bien dentro de lo que se considera el discurso dominante de la Economía existen otras teorías que matizan, profundizan y aportan información relevante sobre los mercados de trabajo (salarios de eficiencia, contratos implícitos, insiders-outsiders, negociaciones salariales, entre otras), en todas ellas predomina una confianza fervorosa en el mercado libre como mecanismo de asignación óptimo.
En mayor o menor medida, las teorías neoclásica, keynesiana, postkeynesiana o neo-institucionalista olvidan que en el mundo actual sin dinero no tienes acceso a los bienes y servicios necesarios para la vida, hecho que desequilibra en exceso la supuesta negociación a favor del empresariado, generando un conflicto latente entre el capital y la vida; abordan el empleo como un mal necesario e inevitable para poder vivir cuando acaba la jornada laboral y presentan a la clase empresarial como personas sin escrúpulos, egoístas y maximizadoras del beneficio, que consideran que solo es trabajo aquello por lo que se recibe un salario, invisibilizando a millones de personas (mujeres en su inmensa mayoría) que sostienen con sus vidas tanto el trabajo remunerado (empleo) como los productos interiores brutos (supuesto “desarrollo”) de todos los países del mundo.
Estoy cansado de esas visiones arcaicas y falsas que nos maquinizan dando por sentados intereses contrapuestos entre empresarios y asalariados. El mercado de trabajo es muy complejo, como complejos somos los seres humanos. Es imposible aplicar recetas únicas y mesiánicas, lo que puede ser adecuado para crear trabajo en pequeñas y medianas empresas puede no serlo para grandes compañías, y lo que es beneficioso para el sector servicios puede ser una debacle para el empleo en el sector de las manufacturas.
El trabajo no puede ser una mercancía más, ni un mal necesario para disfrutar de nuestras vidas cuando acaba la jornada laboral. El trabajo es la fuente de expansión de nuestras capacidades como personas, nuestro modo de compartir con los demás, de sentirnos parte de la colectividad. Mi amigo Salva me dice a menudo: “Fernando, no somos máquinas por más que se empeñen en que así lo creamos para que nos comportemos como tales”. Y cuando tengo dudas, salgo a la calle y me doy un paseo por lugares comunes para volver a creer en las personas. Quizás sea cuestión de eso, de vivir con otras lentes y defender que no hay que ganarse la vida, que la tenemos ganada desde el momento en que nacimos.
Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autor. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.