“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. ¿Tú también estás cansado de escuchar la famosa cita de Fredric Jameson? ¿También te parece que, de tanto repetirla, se ha convertido en frase de taza de desayuno o camiseta molona; ha dejado de ser una crítica o un propósito de desbloquear la imaginación política, para acabar usada como consuelo cínico, lema derrotista, argumento de autoridad para conformarnos con cualquier mal menor y renunciar a luchas que consideramos perdidas de antemano? Un “qué le vamos a hacer”. Un “no hay alternativa”.
Pero ya tenemos con qué sustituirla, pues parece que todavía hay algo más difícil de imaginar que el fin del capitalismo: el fin de la energía fósil. De otra forma no se entiende que tanta gente considere “histórico” el acuerdo con que se ha cerrado la COP28 en Dubái. Así lo han dicho numerosos gobernantes, y así ha titulado la mayoría de grandes medios: “histórico”. Por lo visto es “histórico” que por primera vez en 30 años de cumbres (¡por primera vez en 30 años!) se nombre explícitamente a los combustibles fósiles, siendo como son los principales responsables de emisiones contaminantes. Espera, que no solo los nombran, es que además la cumbre ha hecho un “llamamiento” (calls on) a hacer una “transición” (transitioning away) para dejar atrás los combustibles fósiles. Sin obligaciones, plazos ni sanciones, y dejando suficiente margen para que la transición sea muuuuy tranquila y los estados y las compañías puedan agarrarse a “alternativas”.
Leído el acuerdo en un año que sigue batiendo récords de temperatura, con treinta grados en Málaga en un mes de diciembre por primera vez desde que hay registros, y con todas las alarmas científicas encendidas por las consecuencias que ya está teniendo la crisis climática, es normal que otros lo consideren decepcionante. La conclusión obvia es que no hay ninguna prisa en “transicionar”, pese a que la crisis se esté acelerando. No solo no tienen prisa, sino que todo apunta a que la “transición” será incluso más lenta. Y que solo abandonaremos los combustibles fósiles si nos abandonan ellos a nosotros, cuando no quede ya bajo la tierra ni un gramo de petróleo o carbón.
En realidad, sustituir en la frase de Jameson el capitalismo por los combustibles fósiles es solo una cuestión de sinónimos: el desarrollo triunfal del capitalismo en los últimos dos siglos no se entiende sin el carbón o el petróleo. Nuestra vida toda no se entiende sin la extracción, producción y consumo de combustibles fósiles al ritmo que lo hemos hecho durante décadas. Y lo seguimos haciendo: en el último año, récord histórico de emisiones de CO2, pero también récord histórico de subvenciones públicas a las energías fósiles. Y los beneficiados están dispuestos a rebañar hasta la última gota que quede bajo tierra: el mismo día del acuerdo “histórico” se firmaban nuevos contratos de explotación. Somos yonquis del petróleo, el carbón y el gas, no podemos vivir sin ellos, no podemos ni imaginar vivir sin ellos.
A falta de imaginación, siempre nos quedará la fantasía: la de que podremos seguir quemando combustibles porque ya inventarán algo que compense las emisiones (los sistemas de captura y almacenamiento de carbono, que todavía están en pañales y serían muy costosos). O la fantasía de sustituir toda la producción energética fósil (que hoy supone el 80% de la energía mundial) por fuentes renovables y no contaminantes… sin reducir el consumo y la demanda de energía, sobre todo en los países desarrollados. La fantasía de que todos sigamos teniendo coche pero eléctrico, reemplazar todo el parque automovilístico por coches limpios cuya electricidad ya veremos de dónde sale en tal cantidad. La fantasía de que todo siga igual, business as usual, pero con energía verde.
El problema no es solo que los gobernantes, las compañías energéticas y los grandes medios no tengan imaginación suficiente para pensar un mundo sin energías fósiles. El problema añadido es que la ciudadanía tampoco andamos muy sobrados de imaginación al respecto, no vemos ese futuro, o tal vez tampoco lo deseamos porque implica cambios en nuestra forma de vida que hoy nos parecen renuncias, pérdidas de bienestar.
Y este último punto es clave: no se trata de cargar las culpas sobre nosotros, pero lo cierto es que, a falta de una autoridad mundial que garantice el cumplimiento, nos toca a los ciudadanos empujar para que los acuerdos “históricos” no sean papel mojado, exprimir sus posibilidades por pequeñas que sean, comprometer a nuestros gobiernos, conseguir un reparto justo del coste social, movilizarnos, votar en consecuencia, contribuir a hacer no solo soportable sino deseable ese cambio de vida hoy inimaginable. No podemos permitirnos el cinismo ni el derrotismo, porque no todo está perdido, y entre que aumente la temperatura global un grado y medio, dos grados o cuatro, cada décima importa y tenemos que pelearla. E imaginarla.