Hace unos días, en un programa de laSexta Xplica, el tertuliano Gonzalo Bernardos le sugirió a una chica que denunciaba los altos precios de alquiler en Madrid la posibilidad de “vivir a 40 km” de la capital, afirmando que “en Móstoles también se vive muy bien”. Como era de esperar, el debate se encendió en Twitter de inmediato con los defensores de la ley de la oferta y la demanda ondeando agitadamente sus banderas. Ojalá algunos defendiesen tanto todas las leyes como defienden la de la oferta y la demanda.
Vivir en el centro es interpretado, bastante a menudo, como una especie de capricho elitista y modernito. El centro en toda España, además, se reduce a un solo lugar: Malasaña. Si quieres vivir en el centro de una ciudad significa que quieres vivir en Malasaña –no existen más barrios- y convertirte ipso facto en un hípster que practica el nomadismo digital, invierte en cripto, desayuna aguacate y bebe gintonics con cúrcuma en jarrones de vidrio. Bueno bien, es cierto que en algunos barrios céntricos hay modernos desde tiempos inmemoriales, pero el centro de una ciudad es mucho más que una concentración de personajes de Pantomima Full y el hecho de que los vecinos puedan acceder a vivir en las zonas céntricas es importante para todos.
En primer lugar, porque si los centros de las ciudades están habitados mayoritariamente por turistas, los centros de las ciudades están perdidos: se convierten en un tablón de anuncios de Airbnb con apartamentos afiliados a la sección de muebles para apartamentos turísticos de Ikea. Son los vecinos, no los turistas, los que avisan de los desperfectos, de una baldosa suelta, de una farola que no se enciende, de un montón de basura sin recoger desde hace días. Las ciudades dependen del diálogo con quien las habita y, como en cualquier relación de pareja, se deterioran si no existe diálogo alguno.
En segundo lugar, porque a medida que aumentan los precios en los barrios céntricos, el aumento en el coste del suelo se hace transversal. De hecho, el día siguiente de la intervención de Bernardos en el programa de la Sexta, no había un solo piso en Móstoles dentro del portal Idealista por menos de 600 euros al mes. Según Idealista, el precio medio de alquiler en Móstoles ha aumentado un 7,7% en solo dos años.
En consecuencia, la periferia es desde hace tiempo el corazón residencial mismo de muchas grandes ciudades en España. Y esto ha transformado por completo el modelo de las mismas. La periferia parece, a priori, un espacio más idílico o habitable con jardines, piscinas, más espacio comunitario, más zonas verdes, menos contaminación. A esta lista de intangibles, podemos añadir la sensación de seguridad que producen, porque las comunidades cerradas duplican esta idea. Pero sus precios han aumentado con el efecto arrastre, existe en una fuerte dependencia del coche (que en el caso de las familias se aplica a un modelo coche-persona) y, a menudo, existe también un aislamiento autocontenido, un espejismo de singularidad. En La España de las piscinas, Jorge Dioni afirma que “el modelo PAU, la ciudad dispersa, crea un estilo de vida individualista y competitivo, ya que favorece las soluciones particulares, el aislamiento y el repliegue. Se trata de la plasmación física de un modelo económico basado en la desigualdad, que se consolida y perpetúa a través de la desconexión entre las diversas clases sociales”.
Hoy en día moverse por algunas ciudades se ha convertido en un ejercicio que se asocia más con el medio de transporte que con el entorno, porque la vida se estructura mayoritariamente en torno a un cercanías, un metro o un coche. Y esto nos perjudica a todos. Las calles de las ciudades, sus centros históricos, los barrios que los rodean, no deberían ser únicamente un núcleo de estacionamiento de coches, un lugar de paso, un capricho para modernitos con buena nómina o un decorado para turistas que vienen, dejan la foto y se van.