Aunque el sistema parezca sólido, impenetrable, de vez en cuando se abre una grieta, un pequeño arañazo que provoca una fuga crítica por la que se escapan grandes cantidades de información sensible. Hervé Falciani se descarga en su portátil datos de 130.000 cuentas opacas; Bradley Manning decide filtrar a Wikileaks más de 250.000 cables del Departamento de Estado; Edward Snowden llama a un periódico y desvela el funcionamiento de un programa de vigilancia de las comunicaciones.
Sus historias parecen de película, pero lo más asombroso de las tres revelaciones que han sacudido el mundo financiero, el diplomático y el de inteligencia, es que tras ellas no hay ninguna trama rocambolesca de contraespionaje. Sus protagonistas no fueron heroicos agentes secretos armados con la última tecnología, sino simples trabajadores que cada mañana iban a la oficina, y que empuñaban un vulgar pendrive. Pequeños arañazos.
Herve Falciani acudía a diario a su despacho en el departamento de proyectos estratégicos del HSBC; Bradley Manning llevaba solo un mes sirviendo en una base en Bagdad cuando empezó a filtrar información; y Edward Snowden ni siquiera tenía despacho en la NSA, sino que trabajaba para una subcontrata. Ninguno de los tres estaba en la cúpula; y no eran los únicos informáticos, analistas y soldados que tenían acceso a esos datos.
Nos fijamos en la excepción, pero la norma son los cientos, miles de personas que como ellos conocen estas informaciones pero callan. Si como dice Falciani “la intranet más grande del mundo es la del HSBC”, ¿cuántos empleados de este o de otros bancos suizos tienen acceso a cuentas de defraudadores fiscales? ¿Y cuántos soldados y diplomáticos norteamericanos pueden entrar en la red SIPRNET que usan los Departamentos de Estado y de Defensa? ¿Cuántos analistas internos y externos conocían la existencia del programa de vigilancia PRISM?
Cabe pensar que el miedo es la mejor garantía de silencio, la mayor fuente de lealtad: pocos desearán la suerte de Manning, preso en una cárcel militar y sometido a un consejo de guerra; la vida escondido y con protección de Falciani; o la huida permanente en que se convertirá la vida del joven Snowden. Por no hablar de Julian Assange, que la próxima semana cumplirá un año encarcelado en una embajada. La persecución implacable contra todos ellos es la mejor garantía de que no encontrarán imitadores.
Pero incluso aceptando el miedo a las represalias, impresiona el grado de complicidad que permite que cientos, miles de informáticos, soldados o consultores sepan y sin embargo callen. ¿Cundirá en los próximos meses el ejemplo de los Falciani, Manning y Snowden? ¿Habrá otros que como el ex trabajador del HSBC digan: “Mi responsabilidad es compartir lo que vi dentro del banco”?
¿Cuál será el próximo Falciani? ¿Dónde se abrirá la siguiente grieta? ¿Y en España? ¿Tendremos aquí alguna garganta profunda a la altura, algo más que la habitual filtración judicial? ¿Habrá un directivo bancario con mala conciencia por la estafa de las preferentes? ¿Se aclarará la garganta un asesor fiscal de grandes patrimonios, o ni siquiera él, sino uno de sus empleados? ¿Será un trabajador de la Zarzuela quien un día nos cuente los secretos definitivos de la Casa Real, o nos sorprenderá Letizia recuperando de golpe su vocación periodística? ¿Algún arrepentido popular acabará completando el puzzle de los sobresueldos del PP, o nos resignamos a que Bárcenas sea el Falciani de Génova?
Entre nosotros el soplón siempre ha tenido mala reputación, despreciado desde el patio del colegio donde los chivatos eran repudiados. Pero ante ciertos crímenes y escándalos, el silencio es una forma de complicidad, y vivimos rodeados de demasiados cómplices.
Hervé Falciani es excepcional, sí. Pero lo que más sorprende es que no suceda más veces, que tantos callen. Que un sistema vulnerable ante arañazos siga siendo en realidad tan sólido.