No creer en fantasmas es peligroso. Prueba de ello es que el 100% de los escépticos acaba muriendo tarde o temprano. Iker Jiménez vino a advertir algo parecido en la última edición de Cuarto Milenio. El peligro, avisó, no está tanto en lo sobrenatural como en la sugestión a la que se entregan las personas excesivamente racionales cuando se ven asaltadas por lo inexplicable. Lo ilustró con una historia.
Un ciudadano notable, escéptico reconvertido en creyente, murió atropellado minutos después de que un vidente le vaticinase esa misma muerte en muy breve plazo. El sujeto, al parecer, se quedó clavado en mitad de la calzada, incapaz de apartarse de la trayectoria de un coche. ¿Causa de la muerte? Sugestión derivada de un exceso de racionalidad pretérita. Para Iker Jiménez, la mejor forma de evitar este tipo de siniestralidad vial pasa por una sana apertura de mente. En sus palabras: “si usted es abierto, prácticamente cualquier cosa puede formar parte de la realidad”. Seamos, pues, abiertos.
Cuarto Milenio es historia de la televisión. Lleva en antena 18 temporadas, una rareza en estos tiempos, sin mostrar el menor síntoma de agotamiento. Más que un programa, es una franquicia con formatos subsidiarios, libros, exposiciones y no sé cuántas cosas más. Un mérito que debe atribuirse (yo diría que en exclusiva) a Iker Jiménez. Porque, como tantos otros programas de éxito, Cuarto Milenio es un formato de autor, el reflejo catódico de las neurosis de una sola persona.
En los últimos años, sin embargo, la neurosis de Jiménez ha empezado a deslizarse por pendientes a las que no nos tenía acostumbrados. Ya no parece tan interesado en la ouija como en la inmigración. El terror ahora no lo evoca tanto un ser translúcido como unos delincuentes rumanos amparados en la pésima gestión municipal de Barcelona. Da la sensación de que la corrección política, lo woke, le desvela más que los camposantos umbríos. Y los OVNIS no parecen resultarle tan fascinantes como el hecho de que no se pueda decir “maricón” con la tranquilidad de antaño. De ahí que la factoría Jiménez, reflejo como digo de su neurosis, haya empezado a dar voz a discursos más propios de tertulias políticas escoradas a la derecha.
El periodista aborda estos delicados temas con la misma templanza con que aborda lo sobrenatural. Y con la misma puesta en escena. Deja que sean otros quienes lancen los mensajes (otros, lógicamente, seleccionados por él). Escucha con la mano en el mentón, asiente concentrado, enarca las cejas. “¡Qué curioso!”, suelta ocasionalmente, plegándose a esa convención televisiva según la cual el presentador, director y productor de un programa finge no saber lo que va a decirse en su plató.
La explicación a semejante deslizamiento temático es, como tantos otros fenómenos, un misterio insondable que no vamos a tratar de resolver aquí. Pero quizá encontremos una pista en una frase que el propio Jiménez dejó caer en su último monólogo: “el escéptico que se convierte puede tener una pendiente tremenda, irracional”. Sea como sea, el público sigue a su lado, congregándose fielmente en torno a su hoguera. Cientos de miles de personas ávidas de sobresaltos. Solo han cambiado unos miedos por otros.