A favor de tirar España abajo
Seamos sinceros: nadie en su sano juicio querría ser español. Lo somos porque nos ha tocado, porque no hay más remedio. La españolidad se lleva igual que la cojera, la calvicie o la presbicia: con aguante y resignación. Te levantas de la cama, te miras al espejo y ahí tienes un español. Qué le vas a hacer, es lo que hay.
Cualquier persona cuerda, sensata y cultivada preferiría ser de algún sitio con una historia, si no menos negra, sí un poco menos necia. Francia, Canadá, Reino Unido. Todos esos países tienen sus traumas y sus problemas, qué duda cabe, pero, al menos, pueden levantar edificios sin miedo a que, en plena excavación, aparezcan los abuelos de medio pueblo allí enterrados. No me parece un detalle menor.
Ser español está terriblemente mal visto, sobre todo, en España. Cuando un alemán o un estadounidense arrugan la nariz al oír el nombre de nuestro país lo hacen fundamentalmente desde el prejuicio. Nosotros no. Nosotros la arrugamos tirando de hemeroteca.
Vivimos en un país tan detestado por nosotros mismos que muchos hasta evitamos mencionarlo. Nos trabajamos la sinécdoque y decimos “Madrid” y decimos “Estado”. Decimos lo que haga falta con tal de no decir España, no vaya a ser que algún compatriota piense que, solo por mentarla, ya simpatizamos con ella. Hasta la selección española de fútbol es eufemísticamente conocida como La Roja, antes La Furia Roja, y no descartemos que, en esa progresiva pérdida léxica, acabe simplemente como La Ro.
Hay también, por supuesto, quien se enorgullece de ser español de la misma manera que hay quien se enorgullece de ser cojo o calvo o présbite. El orgullo es un sentimiento irracional, inalienable, y de poco sirve empeñarse en comprenderlo. Allá cada cual con sus neurosis.
Pero, dado que la mayor parte de nosotros, quienes nacimos españoles, moriremos españoles, convendría hacer algo para no desperdiciar la vida entera en estas disquisiciones melancólicas (que si Francoland, que si Españistán…). Se me ocurren dos opciones al respecto.
Podemos hacer de tripas corazón y tratar de acostumbrarnos a los símbolos actuales. Dejarnos seducir por la Corona y convencernos, por ejemplo, de que esa bandera tan parecida a aquella bajo la cual tantos fueron fusilados es también la nuestra, como lo fue de quienes vivieron antes de los fusilamientos.
La otra opción pasa por inventar símbolos nuevos. Una nueva bandera y un nuevo himno para un nuevo modelo de Estado, cambiando la Corona por alguna otra cosa y poniendo de una vez el acento en nuestra diversidad cultural e idiomática.
Me temo que la única manera de que muchos sintamos algo remotamente parecido a orgullo patriótico pasa por tirar abajo esta España de ahora e imaginar una nueva, esta vez sí, entre todos y todas. No es tarea sencilla, ya lo sé. Pero tampoco corren tiempos sencillos.