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La fe no es ciencia

El exministro Jaime Mayor Oreja.
26 de diciembre de 2024 21:14 h

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Desde un atril privilegiado, el del Senado, Jaime Mayor Oreja, un político español que fue ministro de Interior, afirmó recientemente que la mayor parte de los científicos creen en “la verdad de la creación ante el relato de la evolución”. Cualquier persona es libre de creer y decir lo que considere conveniente ante las muchas incógnitas e incertidumbres con las que convivimos. El problema es hacerlo suplantando los resultados de la ciencia, lo que supone autoengañarse, y, peor todavía, intentar engañarnos a los demás con información falsa. La ciencia ha demostrado la veracidad de la teoría de la evolución, por lo que no podemos calificarla de “relato”, a modo de invención interesada y sin fundamento. 

Son populares los dibujos en los que se representaba a un mono con la cara de Darwin para ridiculizar a este por atreverse a cuestionar científicamente las creencias basadas en la fe. Aunque no es seguro del todo, la etiqueta del famoso Anís del Mono podría responder también a este fin. No está mal poner humor incluso en lo serio. De hecho, escuchando a Mayor Oreja yo mismo imaginé que desde el atril del Senado hablaba un cerebro simiesco, y me preguntaba qué clase de involución se está produciendo en una parte de la sociedad, y en el Senado mismo, para que haya tenido lugar este esperpento desde tan singular tribuna. 

Lo que ya no puede ser objeto de percepciones u opiniones personales son los datos que reflejan las encuestas sobre la creencia de los científicos en la evolución. Estas muestran, objetiva y científicamente, que no es verdad que la mayor parte de los que nos dedicamos a la investigación científica pensemos que somos el resultado de una creación divina y no de la evolución. Cito como ejemplo una encuesta realizada en 2018 por el Pew Research Center para la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia, en la que se muestra que el 98% de los científicos vinculados a dicha asociación cree que la vida evolucionó a lo largo del tiempo siguiendo procesos naturales. 

Hay quien piensa, eso sí, que la evolución de las especies, como todo lo que ha ocurrido desde el origen del Universo, y hasta el Universo mismo, ha sido previsto por un dios, en general el “suyo”. Como a los dioses se les suele atribuir omnipotencia, omnipresencia y una existencia eterna, en teoría podría haber sido así, al no tener límite alguno la capacidad divina para crear y hacer que lo creado cambie o evolucione a su antojo. Además, teniendo en cuenta que la vida eterna da para mucho, hasta para aburrirse si no hay distracciones suficientes, tendría sentido que ese dios haya creado la evolución de las especies para hacernos cambiar a los seres vivos de forma constante pero lenta, muy lentamente, y así entretenerse viendo los resultados. 

Cabría pensar entonces que un dios todopoderoso no tiene otra cosa en la que pensar ni nada mejor que hacer que controlarlo todo, hasta el más mínimo detalle. Sin embargo, la Iglesia Católica, pongo como ejemplo, dice que su dios creó a los seres humanos con libre albedrío y, por tanto, con la libertad de decidir. Sin ir más lejos, decidir si lo siguen y lo aman, algo que solo podría surgir, según la doctrina católica, de una elección libre, no de una predestinación divina. Pero no parece muy lógico que se nos dé carta blanca para actuar, a expensas de rendir cuentas en el juicio final, eso sí, y se hayan marcado las cartas de la evolución. No parece lógico, pero partiendo de que la fe no se sustenta en la lógica, estas ideas caben en la fe cristiana o en cualquier otra. 

Cuando las respuestas se complican conviene acordarse de Guillermo de Ockham, franciscano, teólogo y filósofo inglés nacido a finales del siglo XIII, y de su célebre principio, conocido como la navaja de Ockham. Este dice que ante varias explicaciones posibles para un fenómeno debe preferirse la más sencilla que sea suficiente para explicarlo. Este principio se aplica en la ciencia como guía para formular teorías y modelos, aunque no haya garantías, bien es cierto, de que la explicación más simple que podamos dar sea la verdadera. 

El conocimiento que la ciencia nos ha aportado a lo largo del tiempo no nos permite aún explicar la mayoría de las cosas. Donde la ciencia todavía no ha puesto luz cabe la especulación y la fe, pero no debería ser así para lo que son evidencias científicas.

Una cosa es que la propia ciencia someta permanentemente sus conclusiones a mejores respuestas que las que ya ha dado, algo que precisamente la hace aún más inapelable, y otra que caprichosamente cuestionemos lo que la ciencia va poniendo en claro. Hacerlo así es volver a cubrir con la oscuridad de la ignorancia aquellos lugares en los que la ciencia ha puesto luz. 

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